Rony
Ramiro de Dios
De pequeño no lograba comprender por qué un amante de los animales, como lo es mi padre, le arrebataba la fortuna a su propio hijo de tener un mejor amigo canino, como él lo tuvo. Mi padre quiso menguar mi falta de compañía el día que me anunció que tendría una hermanita, pero eso no cambió nada para mí, yo seguí firme con mi sueño de tener un perrito. Fueron tantos años de berrinche hasta que, un buen día, en mi noveno cumpleaños, mi papá llegó con un cachorro labrador en brazos.
—¿Cómo lo llamarás? —me preguntó mi padre.
—¡Rony! —respondí sin titubear.
Han pasado muchos años, pero aún recuerdo vívidamente el día que conocí a Rony. Sus ojos acaramelados me cautivaron; parecían paletitas de cajeta con una profundidad cristalina verdosa como las de un cenote. Su pelaje dorado destellante… Todo mundo conocía como “El sol de Acapulco” a Luis Miguel, pero para mí el único y verdadero sol en Acapulco era Rony, mi perrito que destronaba al cantante de Puerto Rico. Cuando abracé a Rony por primera vez, él movía su colita con tanta desesperación que sentía que saldría volando en cualquier instante. Ojalá los humanos tuviésemos una cola para demostrar nuestra felicidad; siento que eso nos libraría de muchísimos malos entendidos y salvaría uno que otro corazón roto.
En dos años Rony creció tanto y tan rápido que no tardó mucho en empezar a chocar con todos los muebles del departamento en el que vivíamos. Eso no era problema para mí; yo disfrutaba de mi perrito; dormíamos juntos, le contrabandeaba comida por debajo de la mesa y todas las tardes corríamos en el parque.
Pero a mis padres les molestaba su tamaño porque siempre hacía desastres. Todo empeoró el día que, por andar de travieso, Rony mordió los cables de la estufa que conectaban con el gas. Por suerte, nadie murió y no hubo ningún incendio que apagar, pero ese día mis papás tomaron la decisión de mandar a Rony al Rancho.
El Rancho es un terreno de mis padres a las afueras de la ciudad. Con el tiempo entendí que era lo mejor para Rony, pues ahí podría correr, jugar, revolcarse en el lodo, ladrar todo lo que quisiese sin que nadie lo callase y lo cuidaría y lo alimentaría Vale (el encargado del rancho). Además, me reconfortó el hecho de que mi padre adoptara a Zarco (un perrito de la calle) para que le hiciese compañía a Rony. Al poco tiempo también se unió a la manada Robin, el hijo bastardo de Rony, que sabrá Dios de dónde salió, pero que por su apariencia estábamos 100% seguros de que era su descendencia. A pesar de la distancia, yo iba a visitar a Rony y a los demás todos los fines de semana.
Un sábado llegué al rancho; como de costumbre, los perros se me abalanzaron, pero ese día solo Zarco y Robin se acercaron de inmediato. Muy a lo lejos vi a Rony haciendo todos sus esfuerzos por llegar a mí; iba rengueando de su pata frontal derecha, así que ese mismo día lo llevé con la veterinaria. Poco después de que Rony cumplió doce años, le diagnosticaron cáncer de huesos.
La metástasis ya iba muy avanzada, por lo que la veterinaria nos dijo a mí y a mi familia que lo mejor sería dormirlo. Eso nos dijo la muy desgraciada. “Dormirlo”… qué término más estúpido. Lo más normal de dormir es volver a despertar al siguiente día; no la aberración que un título profesional proponía.
La discusión en casa fue una auténtica hecatombe. Mi mamá y mi hermana votaron por dormir a Rony; mi papá y yo, por dejarlo vivir todo lo posible. Era un empate técnico.
A las dos semanas, al llegar al rancho, Rony no se apareció; tuve que ir yo a buscarlo debajo del árbol de mango en donde solía descansar. Sabía que estaba sufriendo, pero Rony nunca me demostró su enfermedad. Él movía la colita alegremente todo el tiempo que permanecía a su lado.
El empate se rompió; luego de ver por horas echado a Rony, mi papá reconsideró su voto. Estaba decidido: dormiríamos a Rony.
Yo era consciente del suplicio que vivía Rony, pero seguía aferrado a su compañía, a su amor. Solía decirme: “¿Quién lo acariciará en el otro mundo?”. Me lo decía constantemente para ocultarme a mí mismo la vergüenza que me daba mi egoísmo.
Rony agitó su colita de felicidad durante todo el tiempo que estuvo frente al pelotón de fusilamiento que representaba la veterinaria para él. Le tuvieron que inyectar tres veces anestesia hasta que su colita dejó de decirnos que nos amaba. Zarco y Robin aullaban. Mi familia decidió acariciar a Rony durante todo el procedimiento; yo decidí verlo de lejos.
No podía con el dolor; fui tan cobarde que, si no hubiese sido por mi familia jamás hubiese tenido el valor para sacrificar a Rony. Lo amaba tanto que acallaba las voces en mi cabeza que me repetían que era lo mejor.
Mis padres me explicaron que, antes de dormir a Rony, la veterinaria les enseñó los pequeños tumores que le crecían en las encías, panza y demás patas: el cáncer se había propagado por todos lados. Mi papá dijo que eran tan grandes que los tocabas con la vista; aun así, eso no me reconfortó. Sigo siendo el niño de nueve años que quiere que su mejor amigo esté a su lado siempre.