Restos del Pasado

J Iñaki Rangil

inaki

La ciudad se despierta con los ruidos que han permanecido amortiguados durante el sueño. Es un día cualquiera; el tiempo transcurre de manera secuencial sin tener en cuenta ni los hechos, ni las circunstancias del pasado. Permanece inmutable a los acontecimientos.

Hoy mi mente se va a una época casi olvidada, por suerte, en la que nos sentíamos amordazados por el miedo  y, a la vez, éramos cómplices. No nos atrevíamos a hablar con nadie pensando de qué bando formaría parte nuestro interlocutor. Unos pregonaban que todo lo hacían por la “libertad del pueblo”, pero a la vez lo sometían a su dictadura, en la que nadie podía salirse del guión en la película dirigida por ellos mismos. No obstante, ese título lo habían obtenido cogiéndolo a las bravas, pues ni había habido plebiscito otorgándoselo, ni habían recibido encargo de representación del pueblo. Por el otro lado, el abuso y represión ejercidas durante décadas no había perdido ni un ápice, aunque ahora estuviese disfrazada por unos principios diferentes a los de otros tiempos. En definitiva, solo habían cambiado la apariencia.

Por entonces, junto con otros compañeros, iba en coche a la universidad. Todos los días teníamos la cita a la hora concertada en el mismo lugar. Soy de los que prefieren esperar, que no me tengan que aguardar a mí. Llegué, como de costumbre, el primero. Vi salir de limpiar el concesionario a la madre de mi amigo; su familia son los propietarios del negocio. La saludé, como en otras ocasiones. Su hijo enseguida llegaría con el coche para recogernos.

─¡Egunon Letizia!

─¡Berdin Joseba! ─me responde dirigiéndose a recoger una bolsa de porquería que había apoyada junto al expositor─. ¿Has visto qué guarros son algunos?

Se alejó a depositar las dos bolsas al contenedor. Cuando lo hizo, se produjo una potente explosión. Los cristales de los alrededores saltaron por los aires, igual que lo hicieron la pobre señora y el depósito de basura. Yo resulté ileso, pero había volado por los aires unos metros. Me encontraba aturdido, algo desorientado. Sin embargo, la madre de mi compañero yacía en el suelo a mayor distancia que la que estaba antes del estallido. Se veía sangre por doquier. Acudí raudo donde estaba ella. Estaba viva, sí, de milagro, hecha una piltrafa. Pedí ayuda; enseguida vinieron muchos vehículos, la mayoría con rotativos.

Pronto se dio a conocer un comunicado de los autores de semejante barbarie. Iba destinado a los opresores del pueblo, a los que amparaban esas políticas que explotaban a los trabajadores. A un servidor se le hirvió la sangre; ¿cómo podían pensar aquello de esa familia? Los Abertzales amaban y respetaban las costumbres, defendían a ultranza todo lo concerniente a la cultura vasca, conversaban en esa lengua, empleaban a gente de la tierra… ¿cómo habían podido llegar a tal conclusión aquella gente que no los conocía? Mi desconcierto era tal que me hacía dudar si esos tipos fuesen euskaldunes en realidad. ¿Quién echa piedras a su propio tejado?

Días más tarde, íbamos a clase en el coche cuando una patrulla, en un control rutinario, nos hizo salir del vehículo. Nos retiraron a la cuneta de espaldas a ellos con las manos detrás sujetando la una con la otra. Cuando Mikel, el conductor e hijo de Letizia, quiso preguntar si iba a ir para largo (pues llegábamos tarde), se encontró con la propina de una ceja abierta por un culetazo. Él pensaba pasar por el hospital a visitar a su madre después de la última tutoría. Coincidía con la hora de visitas en la UCI. No obstante, tuvo que adelantar su visita al centro sanitario para que le diesen unos puntos que no iban a ir a su expediente. ¡Tampoco se había ganado aquellos que le cerraban la herida! ¿De qué víctimas formaban parte estas? Porque estaba claro que lo eran. Seguramente, los dos bandos dirían que colaterales. 

Así se encontraba la sociedad, entre dos fuegos; hicieras lo que hicieras, recibías. El miedo se palpaba en todos los lados. Cada hogar hablaba tan bajo como para que no se les oyera. ¿Eso era libertad? La única que existía era la del pensamiento porque no se oía.