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Renacer de la sombra

Andrés García

La prisión que retenía a Hazael era un lugar oscuro, un reflejo de su alma. Sus manos, que alguna vez fueron instrumentos de creación, se habían convertido en herramientas de muerte. Durante años, fue dejando a su paso un rastro de cuerpos, cada asesinato una obra maestra concebida por su mente desquiciada.

Hazael se deleitaba en el proceso, en la meticulosidad de sus crímenes. Era como un artista en su estudio, cada víctima un lienzo donde estampaba su odio. Sin embargo, todo cambió cuando fue capturado y encerrado en la prisión de máxima seguridad de Mille Mortes.

En los primeros días, dentro de esas paredes de concreto y acero, Hazael, a manera de advertencia, desmembró a uno de los cabecillas. El alcaide, temiendo una revuelta, lo aisló. Aun así, el nombre de Hazael, el asesino de la familia De la Guarda, seguía escuchándose con reverencia y temor.

 

Hazael observaba detenidamente los rostros de sus víctimas, deformados por las golpizas que les había propinado, pero no estaba satisfecho; su alma le exigía infligir más dolor.

  • ¿Les gusta la langosta? —preguntó Hazael. Levantó de un pie al pequeño de tres meses.
  • ¿No quieren responder?… ¡Gracias! —

Dejó al bebé en su manta. Sacó un cuchillo y, con ojos brillantes de anticipación, apuñaló a la mujer. El hombre gritó y lloró; estando amarrado, nada podía hacer.

  • ¿Por qué? ¿Qué te hicimos?
  • ¿Te parece poco llamarte Ángel, Ángel de la Guarda? A mí me parece una blasfemia. ¿Te gustan las langostas, Ángel?
  • No, no lo sé.
  • ¿Tienes alguna en casa? 

Ángel no respondió, aterrado vio cómo Hazael prendía una hornilla de la estufa. En una gran olla puso agua a hervir.

  • ¿Te gustan las langostas? —le volvió a preguntar, mientras acariciaba el pelo del bebé.

 

El día que cumplió un año en el pabellón de aislamiento, Hazael no pudo ignorar la sensación de que algo había cambiado. En la noche, desde la penumbra de su celda, descubrió a Miguel, con su rostro sereno, brillando con una luz que desafiaba la oscuridad opresiva del lugar.

  • ¿Quién eres? —gruñó Hazael.
  • Ahora soy la parte de ti que has intentado olvidar —respondió Miguel en voz baja.

Hazael tembló. Y mientras Miguel hablaba, una cacofonía de voces inundaba su mente, recuerdos de sus víctimas, de los gritos, de la sangre.

  • No eres real —murmuró Hazael—. Solo eres una ilusión, un truco de esta maldita prisión.

Aunque preso, en la mirada de Miguel aún habitaba la libertad. Con el paso de los días, comenzó a hablar sobre la redención y la transformación.

  • Todos podemos cambiar, Hazael, incluso tú —concluyó Miguel con voz calma.

Hazael planeó la forma más dolorosa de matarlo, pero cuando iba por él, nunca lo encontraba.

Las noches en la celda se tornaron largas. En esas horas de insomnio, las palabras de Miguel comenzaron a infiltrarse en su mente como veneno. Hazael se sorprendió a sí mismo pensando en sus víctimas, no con la satisfacción habitual, sino con desasosiego.

Un día, al despertar, se encontró con Miguel sentado en su catre. Antes de que pudiera abalanzarse sobre él, Miguel lo penetró con su mirada y empezó a contar una historia sobre un hombre que había cometido atrocidades similares, pero que, al final, encontró la paz y el perdón. Hazael no sabía si Miguel era real o una manifestación de su subconsciente. ¿Podría cambiar?

Solicitó un juicio de apelación, esperando demostrar su arrepentimiento. Durante el juicio, Hazael habló con sinceridad sobre sus crímenes y su deseo de redención. Pero el juez no se conmovió. La sentencia fue ratificada: cadena perpetua.

Hazael se rompió en ese momento. La oscuridad que había retrocedido regresó con una furia renovada. Mientras los guardias lo llevaban de regreso a su celda, la rabia ciega se apoderó de él. Luchó contra las lágrimas, sintiendo cómo la desesperación se transformaba en ira. En un impulso primitivo y violento, se liberó de sus captores y se lanzó sobre el juez.

Hazael golpeó al juez con una fuerza brutal, cada puñetazo impulsado por años de frustración y odio. La sala del tribunal se llenó de gritos y caos, pero Hazael no se detuvo hasta que una bala le atravesó el corazón.

 Al abrir sus ojos, se encontró con la cara acongojada de Miguel.

— ¿Podría haber cambiado? — 

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