Pueblo y ciudad
José Luis Rivas
Cuando, después de veinte años, regresé a mi pueblo, el empedrado de las calles había sido cubierto con hormigón; las casas blancas, enjalbegadas, ahora tenían fachadas de colores. Los antiguos portales de madera habían sido reemplazados por portones de metal pintados de verde. Los arbolitos que recuerdo, arrancados para dar paso a las aceras que nadie usa. El casino de mi tío Pepe ya no estaba: había dos bares con televisión y con máquinas tragaperras.
Esa desilusión me la compensaron mis amigos de la infancia que no emigraron. Y ahí estaban, igual de sencillos, igual de nobles. Huyendo de las ciudades agobiantes, busqué la felicidad en el pasado. Me habitué a la ciudad, pero mi niñez se quedó en el pueblo, en los campos, en sus gentes.
Obligados por la pobreza, mis padres emigraron a un país lejano, a vivir en la ciudad, con sus comodidades y con sus miserias. Ahora comprendo que también la quiero.
LA CIUDAD
Yo soy urbanita. Necesito el fragor de los coches, el vaho caliente del asfalto, el amasijo en el metro mañana y tarde, los bares, las cafeterías, el bullicio atronador de los centros comerciales. Los teatros de siempre, los cines de ahora, los restaurantes, la intimidad del móvil en la muchedumbre.
En la ciudad me siento seguro, abrigado. No tengo que ensuciarme los zapatos; nadie me conoce, paso inadvertido. Por la noche estoy como en una colmena iluminada; la gente se transforma, se emborracha de misterios. Puedo perderme en el anonimato; no soy yo: soy el otro yo. Cambio de frecuencia según la ocasión. Me atraen los malos, los que roban, los que engañan.
La ciudad es mía.
El CAMPO
Yo soy de pueblo. Amo cada nuevo día, las vistas, las montañas erguidas, el frío estimulante de la madrugada, la aurora, el tintineo de los cencerros, la leche recién ordeñada, el sudor de los caballos. Las migas en el desayuno, los cocidos al medio día, la siesta en el pajar, las tardes quietas, el gazpacho, la merienda bajo la parra.
Las noches en el casino del pueblo, los amigos que no cambian y a los que no cambio por nada, la partida de mus y el vaso de aguardiente. La plaza, los soportales que secuestró el tiempo, la iglesia pequeña y blanca, las campanadas para bien o para mal, la fuente que no calla, la sincera plegaria los domingos, las fiestas.
Ese es mi pueblo.