Portal adentro

Montserrat Elwes

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Nos conocimos paseando por la calle Mayor, como todas las parejas aquí. Paseábamos las chicas calle abajo; nos miraban los chicos calle arriba desde la esquina con la Plaza. Luego hacían que paseaban, pero lo que hacían era mirarnos de arriba abajo.

 

Nos hicimos novios formales. ¿De qué otro modo iba a ser si no? Y seguíamos paseando por la calle Mayor. Él, que buscaba un rincón donde poder toquetearme, fue cambiando el recorrido según pasaba el tiempo. El portal, esquina San Pedro con Duque de Alba, empezó a ser habitual. Era un lugar tranquilo. Nunca pasaba nadie por ahí. A él le gustaba arrimarme contra el edificio y besarme el cuello, perseguir mis pechos como si fueran las truchas del río. Luego levantaba la vista y siempre decía: “Aquí vamos a vivir, nena. Pasando este portal, estará nuestro palacio. Un palacio para mi reina”. Y sí, pasamos el portal.

 

Remozaron el edificio. Arreglaron los patios interiores y los pisos de plantas intermedias. El dueño quería sacar partido a la propiedad cuando el centro empezó a cotizarse tanto. Él se había empecinado en aquel portal y, como no nos llegaba para alquilar uno de los exteriores, alquiló un ático minúsculo con dos cuartos interiores. Solo la cocina tenía ventana al patio. En verano dormíamos con el olor a pescado frito de la vecina del segundo y con la música machacona del chico del primero. Pero estábamos portal adentro, donde él siempre había soñado.

 

Portal adentro, él fue cambiando. Ya no me arrinconaba a una pared para besarme; más bien se sujetaba a la pared cuando llegaba. Llegaba tarde, después que hubiéramos cenado los niños y yo. Decía que tenía que desconectar después del trabajo. Yo no cuestionaba. No decía nada. Me iba a dormir rendida y sola, después de haber bañado a los niños. Le dejaba la sopa en la mesa y la encontraba igual por la mañana.

 

Portal adentro, fui perdiendo mi voz. Él decía que tenía que ir al médico, que no era normal aquello, que no me escuchaba, que por qué no hablaba más fuerte, que me estaba entonteciendo de ir a ver a mis hermanas. No fui al médico: no hubiera sabido explicarle. Fui perdiendo la voz y la memoria.



Portal adentro, me tiraba sobre la cama, jadeaba; me hacía callar. Portal adentro, era su voz, su olor a calle, su presencia, su golpe en la puerta al entrar. Portal adentro, me fui haciendo invisible.

 

Y llegó aquel día; llegó como una tormenta en invierno, una y más, como si no lo hubiera sabido, llegó con su orquesta de portal adentro, que fuera él era un caballero, que fuera todos le respetaban. Llegó. Y en mi silencio de mantequilla me arrinconé. Portal adentro, se rompieron platos y las ventanas que no teníamos. Llegó aquel día.

 

Plantaron olmos en el patio y me echaron la culpa de todo. Que si se habían manchado las sábanas del segundo, que si no pudieron ver el final de la serie aquel jueves, que plantamos caléndula para cerrar el agujero, que la puerta no cerraba y había que dormir para madrugar al día siguiente, que los lunes vienen después de cada fiesta. Y hubo silencio por fin. Silencio sucio, pero silencio al fin.

 

Nueve años después, sigo esquivando la calle donde sigue aquel portal, el portal donde nunca debí haber entrado.