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Por tratarse de ustedes

MANUEL ALONSO

Éramos fanáticos de Sonia López, la “Chamaca de Oro”, legendaria cantante de voz privilegiada que se dio a conocer como vocalista de la Sonora Santanera con la emblemática canción “El Ladrón”. Concho, el más entusiasta de nuestro grupo, estaba enamorado de ella y le escribió una carta que fue publicada en una revista de espectáculos, en la que le confesaba su admiración y sus ganas por conocerla.

Sonia, le contestó, no sin antes solicitarle una foto y para nuestra sorpresa, fuimos invitados a una de sus presentaciones en el popular salón Los Ángeles Dancing Club, uno de los lugares de mayor tradición en la Ciudad de México.

Estábamos muy emocionados, así que nos arreglamos con toda propiedad y llegamos temprano a la cita. Había una enorme fila para entrar. Ya en la puerta, solicitaron nuestros boletos. Entramos en pánico. Nos preguntábamos unos a otros: ¿y los boletos?

Nuestro amigo, “la mosca”, un conchudazo de primera, se acercó al gorila de la puerta y con toda seguridad le dijo: “somos invitados de la señora Sonia López”. El cadenero solicitó nuestros nombres, los buscó en una lista y nos permitió el acceso.

Nunca habíamos asistido a ese lugar sobrios, así que todo era novedad para nosotros, parecíamos niños entrando por primera vez a Disneylandia y el asombro fue mayor cuando nos asignaron una mesa de pista.

De pronto, se oscureció el antro y sonaron las características trompetas de la Sonora acompañadas de gritos, silbidos y aplausos; la gente enloqueció. Nos sentimos contagiados y nos pusimos de pie para recibir a la “Chamca de Oro”. Lucía esplendorosa.

El show progresaba, nosotros bebíamos como si no hubiera infierno, bailábamos como si supiéramos y coreábamos todas las letras a nuestro entender. Llevábamos más de una hora ahí, y la Chamaca no nos había regalado siquiera un guiño.

Total, terminó la tanda y el gozo se fue al pozo. Nos preguntábamos intrigados el porqué del desdén de nuestro ídolo. Apenas pedimos la cuanta cuando se apareció un tipo que se dirigió directamente a Concho: “Sin duda tu eres Concho. La señora los espera en el centro nocturno Catacumbas”.

No lo podíamos creer. Súbito nos fuimos hacia allá. El asistente ya nos esperaba en la puerta. Nos dirigió a una mesa enorme repleta de gente de la farándula: cantantes de medio pelo, periodistas, productores y varios integrantes de la Sonora Santanera. Sonia nos recibió con efusividad: ¡Muchachos, bienvenidos! Nos sentíamos como si estuviéramos en los Óscares.

A partir de esa fecha, fuimos invitados consuetudinarios de Sonia, desde una partida de dominó, hasta el evento cumbre del mundo de la música: los Discómetros, que eran el equivalente a los Grammy; una noche de gala donde se reunía lo más granado del espectáculo. Para entonces éramos ya una especie de groupies de Sonia. A ella le causábamos gracia y a quienes la rodeaban curiosidad. ¿Qué hará Sonia con estos chamaquitos?, murmuraban.

Nos enfundamos en nuestros trajes de etiqueta, peinamos con inusual cuidado nuestras largas melenas y desfilamos con gallardía por la alfombra roja. Los paparazzi se preguntaban quienes serían esos jóvenes tan elegantes y bien parecidos, hasta que uno de ellos espetó: ¿no son los Gatos Negros? y sin más, nos pusimos a posar para las cámaras.

El salón lucía espectacular. En la mesa había botellas de whisky, ron y coñac. Sentadas ya dos señoras mayores que se presentaron como hermanas del cantante Marco Antonio Muñiz, además, la hermana de la bellísima actriz Lucía Méndez.

Así que, después de la concebida presentación, los remedos de los gatos negros nos encargamos de darle mejor lugar a las bebidas espirituosas. Tomamos en serio, sin discriminar destilado alguno. Para entonces ya nos mezclábamos con los grandes: Lupita D’Alessio, Emmanuel, en fin, brindábamos, opinábamos, nos abrazábamos y de pronto… apareció “El Príncipe de la Canción”, el gran José José.

Ya lo de su dipsomanía era un secreto a voces. Tan era así, que, en el momento de recibir su premio, anunció que estaba ya bajo un tratamiento para combatir su vicio. El cantante se acercó a saludar con mucha familiaridad y dedujo que nosotros éramos parte de “el medio”.

—Hermanos, gracias por acompañarnos —nos dijo.

—Muchas felicidades, José, eres el más grande —repuse y agregué —brindemos por tu premio.

— Ya no bebo hermano, pero solo por tratarse de ustedes —Se sirvió una copa de coñac hasta el tope y la engulló de un trago.

Todos nos quedamos estupefactos y mientras se limpiaba con el puño de su camisa el coñac que se derramaba de su boca, le solicitamos otro brindis, y la escena se repitió: “solo por tratarse de ustedes”. ¡Qué noche!

Años después, ya más maduros, nos encontrábamos reunidos apaciblemente a la orilla de un parque acompañados por una guitarra y cantábamos “Almohada”, de José José. En eso, un coche negro, largo, se precipitó hacia nosotros.

Se abre la puerta y se asoma un tipo con evidentes signos de embriaguez y vomita casi encima de nosotros. Se limpia la boca con el puño de su camisa, levanta la mirada y solo dice: “Hermanos, gracias por cantar mis canciones”.

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