¿Por qué no?
Cristina Souza
Cuando aquella mañana Sofía llamó a la puerta (que ostentaba una brillante chapa dorada con la palabra “Directorio”), no las tenía todas consigo. Esa reunión no estaba agendada para ese día; a último momento, su secretaria se la había comunicado.
—La orden vino de arriba —le dijo con un guiño y con el pulgar en alto.
«Son los complicados —pensó Sofía—, los amigos de los dueños».
La voz que respondió a su llamada con un «Adelante, pase por favor» la sorprendió: no daba el pego con el prototipo del director de una de las empresas textiles más importantes del país.
Era una voz joven, algo ronca, de ricos matices.
Si la voz la sorprendió, su dueño la dejó sin aliento. Desde el primer momento quedó claro que la sorpresa fue mutua. La diferencia fue que él no disimuló.
— Soy Gerardo Delia —se presentó, saliendo de detrás de su escritorio, para saludarla con un apretón de manos—. Estoy sorprendido. Esperaba reunirme con una gerente comercial. —Con desenfadado, descaro y con una sonrisa que invitaba a un choque de dientes, continuó—: En su lugar, ha venido una diosa del Olimpo. —Sofía se presentó también, y con desgana retiró su mano prisionera de un saludo notoriamente prolongado. Algo similar a un flujo de corriente alterna se había producido con aquel contacto—. No creo que sea necesario tanto formalismo: estaremos más cómodos allí. Le indicó dos grandes y mullidos sillones de cuero, estratégicamente colocados alrededor de una mesa baja. «¡Madre mía, qué ejemplar! ¡Está para comérselo en dos panes!», pensó Sofía, mientras se hundía en el sillón, buscando la mejor posición para sentarse, sin que la falda se le subiera hasta la garganta—. Dame un momento. Encuentro la carpeta que me enviaste, y estoy contigo.
Sofía aprovechó esa pausa para someterlo a un exhaustivo reconocimiento. «Le calculo como mucho, unos veintiocho años; alto: alrededor de un metro noventa». Vestía un traje de lino. Se había sacado la chaqueta, que colgaba de un perchero. El pelo y los ojos negros estaban en exquisita sintonía con su piel morena, su cuerpo… Su cuerpo merecía un capítulo aparte. Todo él despedía testosterona a raudales: donde miraba, había músculos.
La camisa le explotaba en el pecho, y los pantalones negros de lino resaltaban su masculinidad de cintura para abajo. Mirarlo era una fuente de inspiración, un revulsivo para los sentidos. Sofía sintió que sus fantasías se disparaban.
Durante la reunión, Sofía intentó concentrarse y estar a la altura. No fue fácil: sentía los ojos de Gerardo en su cuerpo.
Aguantó al tipo lo mejor que pudo pero, al terminar la reunión, sus axilas estaban empapadas de sudor. Sabía que en esos momentos era material sensible, por lo cual se dirigió rápidamente a la puerta. «Es un cliente —se dijo—; donde se come, no se manipula. Además, es muy joven. ¡Va a ser que a los treinta y ocho años me voy a convertir en una “comeniños”!».
—Espera —le dijo Gerardo, interponiéndose entre ella y la puerta—. ¿Por qué tanta prisa?, te vas sin despedirte y, lo peor, sin decirme a qué hora quedamos esta noche para cenar.
El no quedo colgado en la boca de Sofía. Gerardo le gustaba mucho: la forma en que la miraba la penetraba; era la verdad primaria, el deseo en estado puro.
—¿Por qué se supone que tendría que aceptar la invitación? Dame motivos.
Sofía sabía que iba a aceptar; solo le apetecía un poco de coqueteo.
—¿Motivos?, te doy motivos —le respondió Gerardo, acercándose hasta casi rozarla. Sofía sintió que un microclima cálido y húmedo los envolvía—. Porque los dos lo estamos deseando, porque me gustas mucho y porque soy un grumete que disfruta de una cena en buena compañía. ¿Te valen esos motivos? Tengo más —le susurró apoyando la boca en su oreja—, pero los dejo para descubrirlos juntos esta noche.
—Me valen esos motivos, pero solo por curiosidad, ¿qué edad tienes?
Sofía se alejó sacudiendo la cabeza. Sentía el aliento de Gerardo comiéndole la oreja.
«Veintisiete años y estoy deseando irme a la cama con él. Es de locos, pero ¿por qué no?».