Papá

Laura Cabeza de Pez

Cielo y tierra. Y una casa, nada más. Ni un árbol, ni una montaña, nada. La línea del horizonte separando esas dos masas, y la casa en medio. Incongruente como son esas flores que nacen a veces entre el hormigón. Frágil, la casa, pequeña, de una planta. Y adentro, en la cocina, un hombre, un viejo con la vista perdida afuera. Y una mujer que entra.-Papá, papá, ¿pero ya te has despertado?, ¿qué haces ahí sentado tan temprano?- Y trastea la mujer por la cocina, prepara café, recoge platos. Y el hombre la mira como si supiese algo que ella no sabe, o no puede saber. Y la mujer, que se percata de esa mirada incendiada, le pregunta -Papá, ¿qué tienes, qué pasa, papá?- Y el hombre, calla, aparta la mirada. -Papá, ¿te encuentras bien?- Y él, finalmente; “Hay algo dentro de mí ardiendo”. Y la mujer no entiende, pregunta; -¿Qué dices papá? ¿Por qué dices eso?- Y el hombre insiste; “Hay algo dentro de mí ardiendo” Y ella sigue sin entender. -¿Te encuentras mal?, ¿qué te duele papa? ¿Es algo que has comido?- Y él, erre que erre, que hay algo dentro de él ardiendo, dice, una y otra vez. Y la mujer cada vez más confusa, más asustada, marca un número, busca el termómetro. -No, no hay fiebre, no hay otro síntoma. Sí, entiendo, cosas de la edad, aún así…, ¿a las 6? Sí Muchas gracias, Doctor. Hasta la tarde.

La mujer suspira, se apoya en el quicio de la puerta y se queda un rato así, mirando al viejo, y el viejo, a su vez, mirado afuera al horizonte, o más allá, parece que mira más allá. Ella parpadea como volviendo de una ensoñación, comprueba la hora, se arrodilla frente a él y le toma la cara entre sus manos. -Papá, escucha, me tengo que ir a trabajar. Tienes la comida en la mesa, como siempre. Papá, hoy voy dejar la llave echada, ¿vale?, si necesitas algo, me llamas, ¿de acuerdo? Papá, mírame, mírame papá. -Y él cierra los párpados, pesados, y cuando los abre sus pupilas ya están sobre la mujer y susurra, despacio, separando las sílabas, en un último esfuerzo por hacerse entender “Hay algo dentro de mí ardiendo”.

El día cae sobre la casa. Es un día luminosos y frío de Diciembre. A media mañana un hombre en bici pasa por el sedero silbando. Media hora más tarde una pareja de cuervos se demora un rato graznando en la ventana y a eso de las tres se levanta un viento helado de norte que hace girar la veleta oxidada con forma de gallo del tejado. El cielo ya ha empezado a teñirse de atardecer cuando la mujer vuelve. -¡Papá, ya estoy aquí, ¿qué tal ha ido el día?!- Recorre las habitaciones una a una. -¡Papá, ¿dónde estás?, ¡¿papá?! ¡¡Papá!!- Su voz se eleva y despliega tonos cada vez más agudos mientras ella corre de habitación a otra –¡¡Por favor, papá!!- Sale. Llora. Grita -¡¡Papá, papá!!-, a la tierra, al cielo. La puerta queda abierta. El viento entra en la casa. Tira el portarretratos de la entrada desde el que la mujer y el viejo sonríen para siempre, hace ondular las cortinas verdes del salón y dispersa el montoncito de cenizas apilado en la cocina que la mujer no ha visto, y ya nunca verá.