Papá Alberto
Roy Carvajal
Mira al gato con la vista perdida. Sentado en su silla de ruedas. Por siempre. Hasta que abandone el mundo. Es un niño grande el que debo cuidar, adulto mayor le llaman los trabajadores sociales. No quiero que muera. Es temprano por la mañana y pronto vendrá la cuidadora que se encarga de él durante el día, la que le cambia el pañal. Mientras la espero para abrirle la puerta de casa e irme a la oficina, enciendo el coffee maker. El olor a café recién hecho se funde con el olor a excremento. Estoy acostumbrado y me siento junto a su silla, a la mesa del comedor donde están los tarritos de acuarela. Papá mira las pinturas multicolores, los pinceles y los libros para niños que le compré cuando apenas quedaba un recuerdo de su vida pasada. En ese período de lucidez intentaba hacer regresar sus memorias con incentivos mentales, e intento de nuevo: ¿Qué dice aquí, papá? Le alcanzo el diario y le señalo un titular. Mirada perdida. ¿Recuerdas a mamá? Papá… ¿Cómo se llamaba tu esposa? Y mira de nuevo al gato. ¿De qué color es el gato, amarillo o negro? Y su mirada se fija en los tarritos de acuarela.
Improvisé un caballete en su regazo. Incliné la charola de su desayuno en el descansabrazos de la silla de ruedas. Tomé el libro de colorear y pasé las páginas. Apareció el dibujo de un payaso y se lo puse al frente. Mirada perdida. Cargué pintura roja en un pincel y lo puse en su mano. Papá, ¿de qué color es la nariz? Ah… dijo, y el pincel pintó el suelo de rojo.
La flores se marchitan al sol. Olvidó regarlas. Manguera en trocitos. Papá Alberto cortó también las flores. Podó las rosas. Se subió a una escalera y cortó las ramas de los árboles que tapaban el sol. Naranjas al suelo. Machete y hacha en sus manos. El jardín va perdiendo su forma, como su mente, que se llena de incoherencias conforme pasan los meses.
Cuando cumplí cincuenta, aun vivía en casa de mis padres. Mamá se fue al cielo y quedé solo con papá. Quise casarme pero ella se fue, la vida me hizo una jugarreta que no esperaba. Un día papá amaneció en el piso, gimiendo. Se cayó de la cama y no se pudo levantar. Temí lo peor, que se hubiera quebrado. ¡La cadera! Los viejitos mueren cuando caen. Lo subí al auto para llevarlo a emergencias, su cuerpo es pesado como tronco viejo. En el hospital me recomendaron que comprara una silla de ruedas. Y pañales de adulto. Que tuviera paciencia, que la demencia iría progresando. Su cerebro desconectaría sus funciones poco a poco y olvidaría caminar. Olvidaría hablar. Olvidaría comer. Poco a poco. Hasta olvidaría respirar. Mi vida se derrumbó.
Recuerdo que papá Alberto era un cascarrabias y se me hace un nudo en la garganta cuando le pregunto algo y no me contesta. Imposible conversar.¡Maldito demente! Extraño a ese viejo gruñón y su irreverencia ante la vida. Cuando era niño le veía en el jardín, los domingos de verano, plantando rosas y begonias para mamá. Yo me acercaba de curioso y al voltear a verme, levantaba el rastrillo amenazando: ¡Quítese de ahí! ¡No toque el machete! ¡Se va a cortar! ¡No pise las plantas! Me quedaba mirándolo. Miraba también el césped. Verde hermoso. Miraba las espinas de las rosas rojas. Intimidantes. Miraba la tierra húmeda con sus lombrices. El jardín lleno de luz. Desde la cocina llegaba el olor a cebolla y ajo dorándose en aceite. Papá se limpiaba el sudor con el antebrazo, se cambiaba la camisa y se iba al mercado cerca de casa a comprar la comida semanal, mientras mamá cocinaba arroz con pollo. A su regreso, traía helados de albaricoque y después de almuerzo me daban un barquillo con dos bolas de helado. Papá comía el resto del galón con una cuchara. Disfrutaba el sabor empalagoso, lo que dio al traste con su enfermedad que iba a empeorar con el tiempo. Lo miraba con mi helado deshecho mientras él se relamía de gusto. Yo era su retoño, y a pesar de todo, me cuidaba. No quiero que muera.