Panem et circenses

Victoria Blanco

Los crujidos de la carreta traspasaban mi piel y se incrustaban en mis músculos. Estos sacudían mis huesos, fijados en una posición estática desde hacía demasiadas horas, y los hacían vibrar creando una melodía de chasquidos que se acompañaban en ocasiones de algún que otro lamento que, furtivo, abandonaba mis labios para mezclarse con los ruidos del entorno y perderse en el aire. Sentado sobre el suelo del carro, abrazando mis piernas en búsqueda de calor y porque el escaso espacio no permitía adoptar una postura más holgada, intentaba focalizar mi atención en algo ajeno a mi persona. Sin éxito. El frío atacaba feroz mi lado izquierdo, llevado por el viento que se colaba entre los jirones de mi ropa, que poco me protegía de los rigores de marzo. El resto de mi anatomía estaba protegida por los cuerpos que me rodeaban, que al mismo tiempo se convertían en verdugos con sus embestidas cada vez que la carreta encontraba algún obstáculo en su camino. Parecía que su piso se iba a abrir de un momento a otro con su frecuente crepitar, lo que provocaría que nuestros cuerpos de esclavos cementaran el suelo antes de ser pisoteados por los cascos de los caballos que nos seguían,  con cuyo glorioso trote hacían tintinear las armaduras metálicas de sus jinetes.

Desigual fue aquella batalla en tierras del sur. Ellos, grandes soldados dirigidos por capaces generales curtidos en la sangre de la guerra. Nosotros, mi pueblo, gente de paz dedicada a la siembra, al comercio y a la erudición. En África habían quedado mis escrituras, mis bocetos sobre la anatomía humana, mi precario material quirúrgico. Mi vida.

Una carreta se puso a nuestro lado en el momento en que un rugido furioso desgarraba el aire. Dentro de esta, dos majestuosos leones se enseñaban los dientes y pugnaban por demostrar su dominancia. 

Era la primera vez que veía una de aquellas fieras. En otras circunstancias me habría entregado a estudiar sus anatomías, a intentar intuir la posición de sus huesos y la longitud de sus tendones, mas un instinto primigenio me obligaba a retirar la mirada. No era ingenuo a la idea de que tal vez pronto me vería frente a una de estas, y sin más protección que una lanza entre el animal salvaje y mi cuerpo al descubierto.

El paraje desolado y carente de almas fue dando paso a pequeñas civilizaciones. La hierba seca y las piedras que salpicaban el camino iban transformándose en carreteras rectas y adoquinadas, por las cuales nuestro transporte empezó a avanzar dando menos sacudidas.

Las personas fueron aumentando en número;  se movían cada vez más rápido, del mismo modo que lo hace el agua de un caudaloso río según se acerca a una cascada. Un grupo de niños se acercó a la carreta. Uno de ellos se agarró al barrote sobre el que mantenía apoyada mi mejilla izquierda, y corrió a mi lado varios metros. Ladeé la cabeza para ver qué intentaba hacer. Sus ojos se abrieron mucho. 

—¡Un negro! —gritó el niño—. ¡Un gladiador negro!

Después soltó su mano del barrote de la jaula que nos mantenía presos a mis compañeros y a mí dentro de aquel carro.

—Africano —me llamó el hombre que tenía a mi lado—, contempla la grandeza de Roma.

Mis compañeros  se levantaron para atravesar triunfales la puerta que daba acceso al corazón del Imperio. El carro casi no podía avanzar entre las hordas de gente que acudían a vernos. 

Después, mi corazón de detuvo. Fue cuando el gran Coliseo se mostró ante nosotros. Sus grandes portalones se abrieron para acoger nuestros cuerpos. Nuestras almas habían quedado atrás, muy lejos, en la tierra de cada uno de nosotros.

Los gritos del gentío eran ensordecedores. Podía sentir el suelo moverse bajo las ruedas de la carreta. Algunos de mis compañeros levantaron los brazos, para más éxtasis de los ciudadanos de Roma, mostrando sus desarrollados bíceps. 

—¡Eh, Africano! —volvió a llamarme mi compañero—. ¡Saluda, nos adoran!

—No. Solo nos invitan a hacerlos disfrutar con nuestra muerte —le anuncié mientras nos acogía la arena del Coliseo.