Oscuridad
Roberto Vega
En el hotel Palace de Madrid todo está preparado para acoger la presentación del último libro del escritor de misterio del momento. Mi mujer Laura contempla la tarjeta de invitación firmada por el autor.
Observo la fachada gótica impresa en el cartel de promoción del acto; la imagen me resulta familiar y un intenso recuerdo me traslada a mi niñez, a los días de silencio y soledad.
Tenía permiso para ojear a través del ventanal del despacho del director. En el patio exterior dos figuras permanecían inmóviles: la primera, alta, oscura, guarecida bajo un enorme paraguas; la segunda, menuda, arrodillada, con los brazos extendidos mientras el agua calaba su uniforme.
—Señor director, estamos muy agradecidos por haber admitido en su institución a nuestro querido sobrino huérfano. Estudiar en este colegio es un privilegio; su aceptación constituye un ejemplo de eterna bondad.
—Me abruma con sus palabras, señora.
Mi tío le entregó un sobre cerrado y se despidieron.
El hombre me condujo hasta una puerta: entramos sin llamar.
—Señor director.
—Profesor. Este es Pablo, el nuevo, un muchacho espabilado.
—Adelante, estábamos intentando resolver una ecuación.
El profesor me indicó un asiento junto a un niño de pelo rizado y ojos azules mientras me entregaba un folio escrito. El director hizo una señal y ambos salieron.
El cuchicheo no se hizo esperar.
—Eh, nuevo… el espabilado. —Un enjambre de risitas se arremolinó a mi alrededor. El que hablaba tenía la frente llena de granos y abundante vello—. ¿Sabes que entre las paredes de este lugar habita un demonio? —Las risas cesaron—. Es sigiloso, nocturno, como una raposa. —Todos enmudecieron—. Nadie escapa. —Su mirada obtusa pareció detenerse en el niño de pelo rizado y ojos azules—. Anda con cuidado —balbuceó, y se concentró en su tarea.
Pasados unos minutos el niño de pelo rizado y ojos azules me tocó el hombro.
—Me llamo Luis, ¿sabes la respuesta? —Asentí—. Déjame ver.
Esa noche cenamos en silencio. En el dormitorio, una enorme sala repleta de camas alineadas, hacía frío, olía a cloro y estaba prohibido hablar.
Incapaz de dormir me perdí en mis pensamientos… hasta que escuché un ruido de bisagras seguido de pasos. Permanecí inmóvil, tenía ganas de llorar. Entonces, algo palpó mi brazo. Di un respingo.
—Shsss. —Era Luis—. Rápido, viene a por ti. Le gusta el olor del miedo; en los nuevos es más intenso.
Salimos de la sala y avanzamos sin rumbo aparente hasta una nueva estancia: la cocina; Luis se detuvo frente a la chimenea.
—Escóndete. —Señaló debajo de una mesa—. Yo sé dónde ir.
—¿Por qué haces esto?
—Hoy me has ayudado. Odio las matemáticas, prefiero leer; algún día seré escritor. —Dio media vuelta y desapareció.
Permanecí en silencio lo que me pareció una eternidad.
Entonces, oí que alguien entraba; el aire se volvió denso. Escuchaba mis propios latidos y noté un líquido cálido descender por mis piernas.
Una figura emergió de la oscuridad.
—¡Aquí estás…! —jadeó, y el hedor de su aliento acarició mi cara.
Un hilo brillante resbaló por la comisura de sus labios y noté una mano en mi pierna.
Estaba paralizado.
De súbito un silbido rasgó el aire seguido de un chasquido seco. La figura se desplomó. Un estruendo de cacharros desparramados inundó la cocina. Sobre el suelo helado, el cuerpo del profesor de matemáticas yacía inerte con una mueca de espanto, rodeado de sangre y con un atizador incrustado en la sien. De pie, con las piernas ligeramente abiertas y los puños cerrados, Luis miraba desafiante.
Fuera se oían voces.
—Vete —ordenó—, por esa puerta. Esto no tiene nada que ver contigo: es personal.
El sonido de los aplausos me devuelve a la realidad.
Aparecen varias personas. Después de las presentaciones, un periodista con acento norteamericano hace una pregunta:
—Señor Aguirre, es la primera vez que regresa a España desde su salida del reformatorio en el que fuera recluido de niño. ¿En qué medida cree que las vivencias de su pasado han influido en su extensa obra?
Luis Aguirre se aclara la voz. Nuestras miradas se cruzan, me sonríe y, como un niño al que acaban de dar una segunda oportunidad, siento un inmenso agradecimiento.