Os doy mi palabra

Hipólito Barrero

Soy un espejo de cuerpo entero, de pared, más alto que el papá de la casa. Ocupo un espacio principal en el recibidor. Es un lugar excelente porque soy lo último que mira la familia al salir de casa y lo primero que ven al entrar. Estoy muy contento con las caras y gestos que hacen delante de mí. Todos son muy amables, a no ser el zapato derecho del niño. Es un zapato deportivo más feo que hecho adrede. Siempre que entra en casa, me mira y me dice: «Hola, tonto». ¿Qué se ha creído? Yo no me quedo atrás y le respondo: «Tú sí que eres tonto, zapatón». Otra cosa es la diadema de la niña. Tiene forma de lazo blanco con lunares azules. Ella siempre pone paz: «Zapato, no le digas tonto al espejito y tú, espejito, no lo llames zapatón». 

Yo no puedo hablar con los niños ni con los papás: no me entienden, pero sí puedo hablar con las cosas. El otro día casi llegamos a las manos. Zapatón me insultó como siempre, y yo le dije de todo: que venía sucio, que llevaba el cordón desatado, que estaba torcido, que así no puede jugar bien al fútbol. Zapatón se enfadó e hizo ademán de pegarme una patada. Suerte que no me la dio porque me hubiera hecho mucho daño, pero me salpicó de barro.

¿Y qué culpa tengo yo?  Yo no cambio la realidad: solo reflejo lo que veo. 

 Otro día, la mamá, cuando estaba a punto de salir, se pintó los labios delante de mí y me dio un beso despacito, dejando en mí la marca de sus labios. Al lado pintó un corazón. Después salió el papá y con un rotulador grueso pintó un bigote y otro corazón. Otras veces los niños me dibujan emojis de caras contentas.

El sábado era día de limpieza y de ordenar la casa. Tanto papás como niños se emplean en la tarea. A mí me tocó el niño. Se tuvo que subir a una escalera para alcanzar bien toda mi superficie. Suerte que no llevaba a Zapatón, sino unas zapatillas de andar por casa, que me dijeron que quedaba muy limpito y muy guapo.

Al pasarme el trapo por la parte de arriba, el niño observó que la pintura de la pared se deshacía y que los clavos que me sujetaban se movían un poco. Avisó a sus padres, que me descolgaron y observaron que un trozo de pared estaba un poco hundido y sonaba a hueco. Sorpresas de casas antiguas.

Me llevaron al cuarto de los trastos y, encima, me taparon con una sábana. No veía nada. Solo podía dormir. Bueno, aprovecharé.

A los pocos días, trajeron a mi lado a Zapatón. Me dijo que los pies del niño habían crecido, que le habían comprado otros zapatos más grandes y que a él lo llevarían a casa de su primo, que es más pequeño, para ver si le iba bien. Estaba compungido y no me insultaba. Yo tampoco le dije cosas feas.

Por fin me quitaron la sábana, pero me cogieron dos hombres que no conozco y no sé dónde me llevaban, fuera de casa. Al pasar por el recibidor, vi que habían pintado la pared y habían cambiado el mueble que estaba siempre a mi lado por otro más nuevo y en mi lugar habían puesto un cuadro con un paisaje de playa.

La diadema, en cuanto me vio, me contó que, al arreglar la pared, habían encontrado un sobre con mucho dinero escondido en un hueco. La niña también había comprado otra diadema de chica grande y a ella pronto la guardarían en un cajón o se la pondría a su muñeca.

Yo no tengo culpa de nada. Que me perdonen Zapatón, la diadema y los demás si he hecho algo mal. Con un poco de suerte me llevarán a otra casa.

¡Ahí va!, estoy en una tienda de moda. Ha venido a verme Zapatón, pero va con otro niño que se está probando unos pantalones. Me ha saludado contento. Le he dicho que ahora va más arreglado, con los cordones bien atados.      

¿Amigos? Adiós, Espejo. Hasta pronto, Zapatón.