Un volcán nunca se apaga
Olvido Lorente
Estira la sábana bajera de la cama, detesta las arrugas; pasa al lado del espejo del armario, observa las líneas de su rostro y piensa que le invaden sin avisar, poco a poco. Termina la tarea con el cojín en forma de corazón del que salen unos brazos y manos. Antes de ponerlo lo abraza, entorna los ojos y lo besa.
El frescor tempranero de la aurora impregna la cama fría. Sonríe al recordar que en algún tiempo fue el templo de Satanás. Su marido quitaba el crucifijo que presidía el dormitorio, el pudor religioso era más fuerte que el deseo. Después de santiguarse, la miraba, empezaba a acariciarla, ella sonreía y se dejaba llevar.
Los deberes matrimoniales caducaron, dando paso a la resignación, a la oración, a la contemplación… “Al aburrimiento”, masculla su mente.
El campo, la partida de cartas, la misa de los domingos y festivos, las procesiones de Semana Santa y de las Fiestas del pueblo ocupan el espacio de él. Ella se agarra a la compra y a la casa; la inmensa casa que nunca se termina, la casa sin recuerdos, la casa imperturbable, la casa tumba.
“Una casa sin identidad”, reflexiona la mujer cuando su marido termina las oraciones antes de meterse en la cama, ella disimula rezar con él y mueve los labios en silencio, pero pide a Dios que la vuelva a poseer.
La religión solo cuida de los hombres, hombres fuertes, hombres con agallas que la mantienen. Pero ¿quién limpia el suelo, los bancos, los santos, el altar de la Iglesia?,¿quién llena de niños y adolescente la parroquia?… De ella se olvidaron hasta los espermas y Dios. La tacharon de estéril: era una mujer donde el fruto ni crecía ni crecerá ni se pudrirá.
El silencio de la casa lo perturba la llegada de un primo lejano de su marido. No se parece en nada a él. La acompaña a la compra, la ayuda a los quehaceres de la casa; esa casa deja de ser casa tumba: se entrega al deseo.
Aquella cama fría se vuelve un volcán en continua erupción; la lava llega a cualquier rincón de la casa, casa pasión. Todo comienza en la cocina: un descuido, un botón sin abrochar, unos ojos felinos, un cuerpo en ebullición… El cuerpo callado responde a la caricia de un iris lujurioso, a unos dedos atrevidos a penetrar por el canal descubierto por la chaqueta, por el camino hacia las montañas erizadas, por el calor de una piel desconocida, por un vientre yermo cuyas cenizas empiezan a reavivar el fuego. Calor que conquista el tablero de pino que preside la cocina, donde se desayuna, se come o se cena con el pan de cada día.
El ardor se propaga por el pajar, por las cuadras, por los pasillos, por las habitaciones hasta llegar a la cama. Aquella cama fría bulle con la fogosidad de dos cuerpos sin pudor, sin decoro. Una lengua pura recorre las líneas del cuerpo de la mujer, ella responde sin recato con una llama casta. La hoguera que poco a poco va en aumento, termina en una trenza humana, en una inserción natural, en unos quejidos de placer.
Los rezos continuarán mientras el fuego invisible cubra los días de llamas etéreas.
De esas cenizas nacerá una niña.