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Nunca sin mi chaqueta

Josean Amores

¿Cuál es la probabilidad de que llueva en el Sáhara en agosto? ¿Y la de que llueva estando tú allí? ¿Y la de enlazar en una misma semana lluvia, frío y una ola de calor? Pues bien, como si de una lotería atmosférica se tratase, yo fui agraciada con ese “premio gordo” en unas vacaciones de verano a Marruecos que jamás olvidaré. Y todo por hacer caso al inútil de mi novio cuando hacía la maleta. 

 

«Maitia, Marruecos es un país cálido. Mejor que lleves ropa fresca y fina para el desierto», me dijo con condescendencia al verme guardar una chaqueta para las noches. ¿Por qué le haría caso?

 

«Considérense afortunados —nos decía el guía del 4×4 en el que viajábamos—: pocas personas en el mundo pueden presumir de haber visto llover en el desierto. Vamos a parar un momento para que puedan sentir el frescor de este momento mágico». 

 

Haciendo caso a sus consignas, salí del vehículo, extendí mis brazos y alcé la cabeza hacia el cielo, hasta que una gota me entró en el ojo. No sentía nada especial. La lluvia era lluvia en Elizondo, en el Sáhara y en la China popular. Fue entonces cuando me observé de arriba a abajo: Llevaba la misma ropa con la que había salido de Navarra veinte horas antes: sandalias, shorts y camiseta de tirantes. Volví corriendo al coche. Por el camino perdí una sandalia y pude notar el tacto de mi piel con la arena mojada. Ni siquiera eso era novedoso. La sensación fue igual que pisar la arena de la playa tras el paso de una ola. Un rato después, mi cuerpo seguía destemplado por el saludo a la lluvia. Estaba empapada; tiritaba; tenía la piel de gallina, y mis dientes bailaban claqué con cada uno de mis espasmos.

 

«Espera, que te doy un poco de calor humano», me dijo el iluminado de mi novio, mientras me rodeaba entre sus fríos brazos y me aplastaba contra su camisa mojada. De verdad, ¿qué vi yo en este tío? 

 

El viaje continuó y, tras haber visitado diversas ciudades, el guía nos llevó a pasar una noche en una jaima en pleno desierto. Además, esa noche coincidía con el máximo apogeo de las Perseidas. Entonces, a mi novio no se le ocurrió otra cosa que sacar los catres de la jaima y ver la lluvia de estrellas metidos en la cama. 

 

«Ya verás qué romántico, bihotza. Con esto olvidarás el mal trago de la lluvia»

 

Allí estaba yo, tapada hasta arriba con dos mantas, con la piel como la de un pollo desplumado y acordándome de la chaqueta que había dejado en casa… ¿Y mi novio? Ya os lo podéis imaginar: roncando y con un hilillo de baba colgando desde la segunda estrella fugaz.

 

Afortunadamente, las inclemencias meteorológicas quedaron atrás, y la segunda parte del viaje el tiempo fue a mejor. Lo que comenzó siendo un ligero aumento de las temperaturas derivó en una histórica ola de calor en el país, que disparó el mercurio hasta los 53º. Nosotros nos la encontramos de frente al llegar a Marrakech. La ciudad era un horno. Mi camiseta, empapada de tanto sudor, estaba completamente adherida a mi piel y dejaba al trasluz la silueta de mi sujetador para mayor escándalo de los ciudadanos locales. 

 

Una vez más, no podía faltar la ocurrencia de mi novio:

 

 «¿Por qué no nos tatuamos cada uno el nombre en árabe del otro en henna?», me preguntó haciéndome ojitos. 

 

Tras haber consumado su propuesta, paseamos por Marrakech con nuestros nombres tatuados en el brazo: Ane y Joseba. O al menos eso es lo que leía al salir de la tienda. Media hora más tarde, y a causa del calor sofocante, la henna chorreaba por nuestro brazo y nos quedó una “obra” que no tenía nada que envidiar al Ecce Homo de Borja. Y lo peor de todo era nuestro último día de viaje: tocaba volver a casa con semejante estropicio. Suerte que en la fresquita Navarra podría volverme a poner mi chaqueta. ¡Nunca más saldré sin ella!

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