No es cuestión de Género

Uriel Arechiga

—¿Que le compre qué? —pregunté atónito a mi esposa.

—Como escuchaste, un ramo de flores —dijo Verónica.

Mi hija mayor, de trece años, había menstruado por primera vez, y de alguna manera me estaba enterando de que esa es la forma en que el padre participa en el evento de ver a su retoño dejar (técnicamente) de ser niña. Celebrando con ella.

El hecho es que no tenía nada que celebrar y me sentía en una posición bastante embarazosa, ya que mi yo interno me gritaba enfáticamente que no era mi asunto y no había necesidad de enterarme sobre esos aspectos de la vida de las mujeres de mi casa.

Pero ahí estaban mi esposa y mi hija, la otra, la de diez años, viéndome ambas, como diciendo “¿Qué clase de persona sin corazón puede estar ajeno a algo tan importante?”.

Camino a la florería, iba pensando en cómo demonios había llegado a este punto en mi vida. No sé bien, porque nunca lo había planeado o meditado acerca de ello, pero debió haber sido algo de proporciones épicas:

Un huevo explotó y el universo comenzó a expandirse, estrellas nacieron, planetas chocaron y solo uno, en los alrededores, generó vida, que se mezcló, evolucionó a través de millones de años y, en contra de todas las posibilidades, me puso ese día fuera de una iglesia, donde conocí a Verónica y supe que terminaríamos juntos.

Y, sin embargo, no podríamos ser más distintos. Hay libros enteros acerca de eso, por lo que no los aburriré listando diferencias. Pero es un hecho que los hombres tememos a las mujeres y, desde la época de las cavernas, la respuesta a nuestra manifiesta inferioridad frente a ellas ha sido la violencia.

En mi caso, no dudé. Por voluntad elegí abandonarme a una dulce rendición. Creo que, en mi ignorancia en estos temas, intuí que lo nuestro no era cuestión de género, era construir un proyecto común en un nivel superior, como seres humanos (o personas) que han logrado entendimiento; a pesar de que me digan que podemos comer donde sea y rechacen todas mis propuestas.

Han pasado 17 años desde el rito de iniciación de mi hija. Vivo con tres mujeres empoderadas y ha sido un camino, por decir lo menos, interesante. En lo mundano, lo único que tenemos en común los cuatro es que somos zurdos. Cada una está haciéndose la vida en sus términos y yo me siento orgulloso de mi contribución porque siento que descarga un poco de esa culpa atávica que llevamos los hombres sobre la espalda.

Mientras escribo esto, en un café me ha llegado un mensaje al grupo de la familia. Me piden que compre toallas sanitarias y reniego en mi interior, porque hay que ser físico cuántico para escoger las adecuadas…