Roy Carvajal
Morfeo
Subió las escaleras y entró al dormitorio. Como todas las noches, fue tarde a la cama. Se tendió boca arriba mirando la luz apagada del techo. Diana compartía su frazada de estampados de estrellas con su gato Morfeo. Ella lo miraba envidiosa, el felino atigrado ronroneaba junto a ella disfrutando del sueño. Enroscaba su redondez sobre la frazada, iluminado por la luna, ostentando su esplendor tras la ventana de la habitación.
«Otra vez mi cabeza, pegada en lo de mañana. ¡Qué fastidio esta presentación! Reunión a primera hora. Beberé café. Clientes prepotentes. ¿Qué soñará mi gato? Overthinking. Esos gringos y su Life Coach. Que reloj circadiano, que siete horas de sueño. Si no me levantara tan agotada, me inscribiría en clases de Zumba. Puto espejo. Cada día aparece un rollito… y esa papada. Mañana no endulzaré mi café… ¡eso es! Nada de azúcar. ¿Cómo hace este gato para dormir? Será la proteína. La purina. La cafeína. Ya pasaron tres horas y no logro pegar pestaña.»
—Gatito, muéstrame tu secreto… anda, dime…—susurró a las orejas puntiagudas. Le acariciaba la cola, tan amarilla como sembradíos bajo el crepúsculo.
Una mascota la ayudaría a salir de su estado de vigilia. Es lo que dijo su sicólogo. Cuando sentía el pelaje en sus manos su alma percibía cuerpos celestes. Sumida en su universo mental, tocó un mundo palpitante. Cálido. A treinta grados centígrados. Suave. Como terciopelo. Su mano se hizo diminuta y luego su cuerpo. Cayó sobre un campo de trigo. Se incorporó y miró que aun vestía su ropa de dormir. La minúscula Diana se abrió camino. El trayecto era largo. Hacia los lados, nada. El Universo. Se aferró a las espigas amarillas que crecían como pelo y el puente de trigo se fue ensanchando.
A lo lejos divisó una montaña redonda como una cabeza, de la que sobresalían dos pirámides anaranjadas.
—¿Quieres un aventón? —dijo una pulga enorme asomando su cabeza de entre las espigas. Y ella respondió sobresaltada:
—¡Hey! ¡Ayer apliqué talco mata-pulgas a Morfeo! ¿Cómo es que aun vives?
—Cuando olemos veneno, nos refugiamos en los pliegues de tu cama.
Diana se apretó la barriga. Arcadas del asco.
—Anda, sube a mi espalda.
La pulga que la triplicaba en tamaño, dejó ver sus patas musculosas y espinadas. Se inclinó hacia ella, la que subió sobre la coraza marrón. Aguantaría su aversión a los chupasangre con tal de salir de ese mundo.
De un salto, llegaron a la base de las dos pirámides.
—Aquí solo hay pasto seco y amarillento. No podré esconderme —dijo la pulgota mirando al suelo y su jinete descendió del lomo acorazado. Sin decir más, dio un salto vertiginoso y desapareció.
Diana entró en las pirámides huecas. Las paredes internas se sentían como de piel. Sus pensamientos atacaron:
—¡Morfeo! ¡Cuéntame tu secreto!…¡eto!…¡eto!—gritó al interno y las pirámides se estremecieron entre ecos.
Corrió asustada por el sismo y tropezó. Rodó por la montaña y quedó atrapada por una caverna de barrotes afilados. El interior era húmedo y apestaba a peces podridos. Avanzó por el suelo rugoso y empapado. Los barrotes se abrieron y dejaron ver que el suelo era una resbaladilla rosada y carnosa. Se deslizó por el tobogán. Su mano creció y también su cuerpo. Salió expulsada hacia el Universo. Lunas negras, brillantes como pupilas, miraban iracundas su escape.
Con un reflejo retiró el dedo del hocico de Morfeo y despertó agitada. Introdujo su dedo en la boca y sintió el gusto ferroso. Vomitó al sentir su propia sangre. El gato se encorvó con el rabo encrispado. Entre gruñidos mostró los colmillos a su dueña. Marcó el territorio con un pis maloliente. Diana lo miró y no se atrevió a reprenderlo. Tomó su frazada de estrellas y bajó las escaleras hacia a la estancia.
***
Desde esa noche duerme en el sofá. A primera hora asiste al gimnasio. Ya no tiene papada y solo recordar el café sin azúcar le da náuseas. Los de control de plagas sanearon el dormitorio. La cama de Morfeo está cubierta con una frazada estampada con pescaditos de colores. Da una vuelta en círculo y se acurruca sobre su propia cola. Ronronea y sueña. Es raro verlo rascándose las orejas.