Misericordia

Carmen Sánchez

Benita se levantó de un salto ignorando las protestas de sus huesos. Preparó el fuego y calentó agua con achicoria.  Bebió un sorbo y dejó el resto para su compañero, el moro, que aún dormía.  Se aseó como pudo, y salió de la choza.

Sabía que el morito se enfadaría cuando no la viese, pero esa mañana no le importó: tenía algo que hacer, algo muy importante y no podía demorarse.

Corrió calle arriba, como alma perseguida por el diablo mientras asomaban las primeras luces del alba.  Llegó en un suspiro a la casa de su antigua ama, que aparentaba seguir durmiendo, pero sabía que Juliana, la nuera, vivía despierta de noche y de día, y la llamó.  Un ojeroso rostro asomó a la ventana.

—¿Qué quieres a estas horas, Benita?

—¿Recuerdas que me prometiste dos pesetas al mes? Pues las quiero ahora.

—Vaya con la Benita, con buenas nos vienes hoy.  Y… ¿para qué las quieres con tanta urgencia? Si puede saberse…

—Cosas mías.  ¿Me las das o no?

—Una promesa es una promesa. Toma y vete con Dios.

 

Con Dios se marchó, tan rauda y veloz como había llegado.  Corrió las calles de Madrid mientras el diablo apenas le daba alcance y, asombrado, no entendía la desusada energía de la vieja.  Hasta el sol abandonó su puesto tras las nubes para verla.

Llegó sin aliento al puesto de lotería. Solo respiró un segundo.

—Dos pesetas del número treinta y cuatro mil setecientos dieciocho.

—Buenos días, Benita. Por lo menos se saluda.

—Dame el número y no me andes con monsergas, que este va a tocar.

—¿Otro sueño?

—Pero esta vez es de verdad, que mi pobre madre se ha levantado de la tumba para darme el soplo.

—Y… ¿Vale más la palabra de tu madre que la de Santa Brígida de la semana pasada, o la de San Antón de la anterior, o la de San Anselmo de la otra? Mira, Benita, que mejor os vendría al moro y a ti que lo gastases en comida, que se os ve más deslucidos cada día.

—Te digo que me lo des, que me dice el corazón que va a tocar.  Estoy cansada ya de vivir en pocilgas y tener que pedir para malcomer.  Con el dinero que me toque, voy a comprar una casa para vivir como Dios manda y comer puchero todos los días.

—Toma el número, Benita, y que Dios te oiga.

 

Al siguiente día, Benita volvió a ocupar su puesto en la entrada de la iglesia, junto a los otros mendigos, que la observaban con burlona satisfacción.  Mientras, el diablo, con mejor oído que Dios, apostado en la acera de enfrente, repetía el número ganador:  ochenta y siete mil trescientos cuarenta y cinco.