Mis hijos, mi todo

Leire Mogrobejo

Llevo muchas horas aquí metida; no siento mis piernas. El miedo me impide que me mueva. Estoy escondida en la casilla donde el agente de limpieza guarda todos sus productos. La casilla se encuentra en un cuarto que está en el pasillo, cerca de la caja fuerte del banco. ¿Cuánto tiempo voy a aguantar?

 

El olor a lejía de mi vecina, la fregona, es insoportable. Busco el inhalador en mi bolsillo; lo hago con cuidado: no sé si están cerca. Me cuesta coger el aliento; estoy hiperventilando. Un estruendo me saca de mi estado de ansiedad, y me golpeo bruscamente contra el techo de mi escondite. ¡Ay! ¿Serán disparos?

 

Cuando vine a trabajar esta mañana, no me esperaba acabar aquí; por suerte, estaba en el aseo cuando oí los primeros gritos. No me hubiera creído que algún día daría las gracias por tener la menstruación pero, gracias a esta, nadie, aparte de mis compañeros, sabe que estoy escondida. Tengo que quitar el volumen de mi móvil, pero no me gusta hacerlo por si Almudena me llama.

 

Tengo dos críos: Almudena, que es la mayor y tiene doce años; y Oscar, que tiene solo tres. Aunque Almudena está en plena adolescencia, es una niña muy responsable y avanzada por su pronta edad (en este momento están solos en casa). Tener a un hermano con síndrome de down te hace crecer, no solo a ella, sino también a mí. 

Tuve a Almudena con tan solo catorce años y, aunque penséis que era muy pronto como para hacer aquello y que me lo tengo merecido, debéis saber que fue fruto de una violación de mi padrastro.  

 

Mi madre nunca se creyó lo que pasó, y me echó de casa con un bombo de ocho meses (fue cuando ya no pude esconderlo más). A pesar de haber sido violada, no quería abortar. Fue muy duro irme de casa en esta situación, y no me quedó más remedio que tocar a la puerta de la fundación Red Madre. Me ayudaron a atravesar este momento tan duro y me acompañaron incluso después de haber dado a luz, hasta que encontré mi primer empleo.

Cuando Almudena tenía seis años, conocí al padre de Oscar. Todo era maravilloso: obtuve una promoción en mi trabajo. Estaba enamorada; por fin tenía a mi familia al completo. Pero él desapareció de nuestras vidas al saber que el niño tenía el síndrome.

Hago mi vida sola, sin ningún hombre: me han defraudado mucho. Necesito guardar toda mi energía para los críos y para nuestro futuro común.

 

Oigo gritos y un disparo. No quiero morir así, no puedo; después de todo lo que he vivido, no es justo.

 

Saco el móvil de mi bolso y marco el número de la policía. Susurro. El policía piensa que es una broma y me cuelga el teléfono. Grito por dentro de impotencia; lo intento de nuevo; esta vez me escucha. Le explico que han entrado al banco, que van armados y les indico dónde estoy. También le informo que mis hijos están solos en casa; le doy mi dirección por si acaso. Me suplica que no me haga la valiente y que no me mueva de donde estoy. Obedezco a duras penas: dejar mi destino en manos ajenas no es mi fuerte.

 

El tiempo parece haberse parado; cada minuto que pasa me hace pensar en las cosas que tengo programadas para mí y para mis hijos: las vacaciones en Sicilia (las primeras con los críos), la segunda visita del apartamento que íbamos a hacer este viernes y que quería comprar; y, sobre todo, la escuela especializada para Oscar, donde lo aceptaron. Todos estos pensamientos me ayudan a aguardar: añaden esperanza y tranquilidad a mi mente.

 

Oigo de nuevo disparos y gritos; seguidamente, un olor muy fuerte; un humo invade la casilla, y me deja casi sin respiración. Por primera vez en mi vida, rezo para volver a ver a los míos.

 

—¡Señora! despiértese —gritaba el policía mientras me daba tortas en la cara—; ha perdido el conocimiento.

—¿Dónde estoy? ¡Mis hijos!

—Sus hijos están con una compañera, esperándola en su casa. No se preocupe: están a salvo, y usted también.