Miedo

Álvaro Rubio

Antes de narrar esta aventura, quiero que me conozcáis un poco. Llevo paseando por el mundo algo más de cuatro décadas. Soy morena, de ojos color miel, inteligente, atractiva, sensible, romántica, versátil, generosa, prudente… También sé escuchar; soy muy optimista y, en la cama (este apunte es exclusivo para el género masculino), una máquina sexual. Aunque tengo defectos varios; resaltaré, como sugestivo, que soy algo mentirosilla y, como preocupante, que soy muy miedosa.

 

Pues veréis: el pasado fin de semana, le propuse a mi mejor amigo irnos a una casa rural en medio del campo. Una amiga me había hablado maravillas de ese lugar, y se despertó en mí la vena naturalista que llevo dentro. Cierto es que, cuando el subidón de la bonita descripción de mi amiga tocó de nuevo tierra, aparecieron los fantasmas de antaño.  Tener que dormir en mitad del campo con la cantidad de ruidos que se producen durante la noche… Lo primero que exclamó mi pensamiento fue: “¡Qué miedo!”. 

Se lo comenté a mi amigo Raúl, y enseguida intentó hallar las palabras de alivio que necesitaba, aunque el diablillo del temor no se quedó totalmente satisfecho.

 

–Vamos a ver, Sara, ¿sabes que los zurdos son más miedosos?

– ¿Ah sí? –pregunté desconcertada.

–Según un estudio, los zurdos o zurdas sois más propensos al miedo.

– ¿Lo dices en serio?

–Por supuesto.

–Tampoco creo que ayude mucho.

–Igual, si intentas hacer las cosas con la mano derecha…

Así quedó la cosa: él, tomándose mi problema con cierta nimiedad, aunque seguro que su intento iba en otra dirección.

 

La casa rural estaba en medio de un bosque, y más sola que la una. Nos dieron una habitación en la planta baja. Lo que más me gustó fue que el colchón estaba colocado encima de un canapé, por lo tanto, el factor de que alguien se escondiese debajo de la cama desaparecía (una obsesión de mi infancia). Dejamos las mochilas, y nos dispusimos, siguiendo las indicaciones del dueño de la casa, a conocer los alrededores. Todo muy bien hasta que la noche, con su manto negro, lo cubrió todo. 

 

De retorno a la casa, nos encontramos con un jabalí en medio del camino de tierra. Este nos miró con fijeza y con fiereza, y solamente la seguridad del coche impidió que me mease del susto.  Se apartó con parsimonia tras varias ráfagas con las luces. Llegué con el corazón rebrincón. Al aparcar el coche, Raúl me mostró con su dedo índice un búho de enormes ojos apostado en la rama de un pino; me aferré a su brazo y, sin dejar un centímetro de espacio, entramos en la habitación. Dice Sófocles: «Para quien tiene miedo, todo son ruidos».

 

Raúl se durmió enseguida, pues entendió que, en mi estado, arrancar mi motor sexual sería todo un desafío. En mi cerebro, las secuencias de lo visto y de lo creado se sucedían vertiginosas. En esas estaba cuando aparecieron los ruidos; primero los externos: el ulular de búhos, el silbido del viento, el crujir de ramas secas… y luego el más peliagudo de todos y el que me tuvo en vela toda la noche: un rascar incesante debajo de la cama con aullidos lastimeros, muy lastimeros. Cuanto más intentaba aislar ese ruido con el argumento de ser producto de mi invención, con más fuerza resurgía. Las pulsaciones subieron y, acojonada, me aferré al cuerpo inerte de Raúl buscando algo de alivio. Imposible. Y así estuve durante toda la noche, muerta de miedo. Un roe que te roe cada vez más próximo. Solamente cuando la luz del alba entró por la ventana, desaparecieron los sonidos. 

 

Cuando despertó Raúl y se lo conté, algo debió de haber visto en mi rostro pues, sobresaltado, me indicó que me levantase de la cama para mirar dentro del canapé. Así fue cómo descubrimos envueltos, en la lana de un viejo jersey, siete ratones sin pelo y totalmente dormidos.

 

Sea como sea, el caso es que el miedo habita en mí, y lo siento como una sensación poderosa y de raíces profundas.

Tuvo que pasar cierto tiempo (pues esa noche toledana siguió latente en mi memoria) para anotar esa experiencia en mi diario, eso sí, esta vez escrita con la mano derecha.