Mi hermano
Alberto Hidalgo
Hay un 29 de febrero cada cuatro años. Hace 16 nací yo. Y hace 12 lo hizo él. Dos hijos nacidos el 29 de febrero. “Esto es una señal”, pensó nuestra madre. Lleva doce años interpretándola.
No recuerdo el día que, en mi cuarto cumpleaños, conocí a mi hermano. Dicen que ni lo miraba. Que yo berreaba más que él. Mis padres habían olvidado comprarme un regalo.
Me robó mi cumpleaños, y yo era un mico. Le cogí tirria. Según mi madre, al principio lo ignoraba como si no existiese. Mis tías decían: “¿Cómo te llevas con tu hermanito?”. Y contestaba que yo no tenía hermano. Que no sabía nada de eso. Me lo ponían delante y cerraba los ojos porque no quería verlo.
Para mí, no estaba haciendo algo malo cuando lo tiré por la terraza. Solucionaba mi problema. En mi mundo recuperaría a mis padres, y me aseguraba de que no se distrajeran para mi próximo cumpleaños. Todo lo de después me vino grande. Los gritos, los llantos, las explicaciones. No lo entendí. No supe, por mucho que me hubieran dicho que era así, que esa cosa que no dejaba dormir a mi madre, que la tenía secuestrada era, en el fondo, una persona como yo.
Mi hermano viene a verme cada noche. Desde hace, como mínimo, ocho años. La psicóloga dice que sufro un caso de desdoblamiento de la personalidad motivado por la culpa. Le explico que no me siento culpable. Era muy pequeño cuando lo maté y yo, en realidad, no era ni media persona. No tenía madurez como para entender las consecuencias de mis actos. Lo expulsé de mi territorio, sin más. Mi cabeza no daba para hilar qué pasaría con el impacto del bebé en el asfalto ni con mi familia, ni con el colegio, ni conmigo mismo.
“Hola, hermano”, dijo la primera vez que recuerdo.
Lo ignoré. Me levanté, y fui a la cama de mi madre. Mi padre ya se había marchado.
Recuerdo a mi padre antes de irse. Los ojos rojos y la cara congestionada. Me dijo que yo era demasiado para él. Que le podían explicar los psiquiatras y los psicólogos lo que quisieran, pero que no quería saber nada de mí, de un puto asesino. Las palabras “puto asesino” las pronunció muy despacio; la boca se le hinchó antes de la p, como si necesitase toda la energía de su cuerpo para decir eso. Ni podía imaginarme la de veces que evocaría, en sueños, la escena. La de veces que ni sé lo que pienso y me sorprendo murmurando: “Puto asesino”. Ya no he vuelto a ver a mi padre.
—¿Por qué me mataste? —pregunta mi hermano siempre, de pie al lado de la puerta de mi habitación.
—Yo no quería matarte —respondo yo.
Sé que no existe. Mi hermano no existe, pero quiero comprender por qué mi cabeza me lo hace ver tan real, pidiendo explicaciones. Mil veces le he contado que ojalá no lo hubiera hecho. La mierda que ha sido hacerlo. Me he quedado solo, y a lo mejor no estaría mal tener un hermano. Mamá es un fantasma en penitencia; me soporta y me hace de comer. Por momentos se abstrae y me abraza, y se apena y llora, y después se atiborra de pastillas, y en el viaje suelta lo que piensa: «Qué desgraciados que somos… tú el que más». Lo dice casi cada vez que va ciega. En el colegio me pegaban, me insultaban, me apartaban y se convirtió en tal problema que el director consiguió que se autorizase que me dieran clase en casa unos profesores particulares. Voy al instituto solo a los exámenes.
Le cuento a mi hermano que, quizá, en el fondo solo lo tengo a él. Y él soy yo, desdoblado. Yo pidiéndome explicaciones.
—¿Por qué te empeñas en hacerte pasar por mi hermano? Si eres la mierda que tengo en la mollera —le pregunté ayer.
—Pregúntale a tu cabeza. Tú dime por qué me mataste, y a lo mejor eso ayuda.
—¿A qué?
Se encogió de hombros, callado.
Escribo mi historia porque la psicóloga insiste. Alivia. Pero no me aclara mucho. Ella tampoco dirá gran cosa. Preguntará: «¿Qué piensas que significa?», y esperará a que termine la sesión.