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Melocotón amargo

Montserrat Elwes

Aquella primera noche, finales de junio, la luna devoraba nuestro deseo. La música de la verbena aturdía y me alejé un poco. Desde lejos la vi. Brillaba, casi traslúcida. Al caminar, movía el cuerpo como si bailara. Desde lejos era solo una curva, un perfil, un deseo discontinuo que lloraba y crujía y hablaba y desaparecía. Era ella. 

Pasé el verano ayudando a padre en el huerto y dando vueltas por el pueblo esperando encontrarla a la vuelta de una esquina. Se convirtió en una obsesión, un alimento. A veces, desesperado, maldecía el día en que mi mirada se había cruzado con aquella melena, aquella muchacha de edad indefinida. Imaginaba nombres para ella. ¿Sería Elena, Rosario? ¿Vendría de la ciudad como yo? Empecé a temer que se marchara al llegar septiembre; el miedo a perderla, a perder la posibilidad de encontrarla se metió en mi cuerpo. Ella era mía; por justicia, era mía, y no podía volar. Yo la había visto y mi deseo la había hecho mía. 

Llegó septiembre. Sabor ácido de los últimos días de verano. La imagen de los veraneantes recogiendo moras al caer la tarde, fruto democrático e insignificante. Escalofrío en la piel de verano, ineludible septiembre. Una tarde, volvía del río, ya seco y pobre como mi deseo, y me pareció verla. Fugaz, ella, entre las hojas que ya iban cayendo. No logré atraparla. El viento la hizo desaparecer, y yo regresé a mi trabajo en la ciudad. 

Pensé que la cotidianeidad me centraría, que mitigaría su perfil, que aparecerían otras mujeres que llenaran mis viernes por la tarde. Pero cada noche me preguntaba dónde estaría durmiendo ella. Sentía el roce de las sábanas en su piel, celos del colchón que abrazaba su sueño. Extendía mi brazo a medianoche, en mi amplia cama, y la tocaba. Perfilaba su costado mientras ella dormía de lado; la finísima línea desde su hombro hasta su cadera. Escalaba sus cumbres, huérfano de besos; me perdía, me agotaba, me refugiaba en la gruta de su axila, hasta que la mañana venía a rescatarme. 

Llegó el tiempo del brócoli, invierno de metal en el llano. Regresaba los sábados para ayudar en el campo; los padres ya tranqueaban y me venía bien ese aire helado del pueblo. Aquella mañana, el cielo se había puesto denso, blanco, rígido. Cuanta más nieve caía, más fuerte se hacía la luz intensa detrás de las nubes. La luz empujaba el cielo, lo desnudaba. Entonces, la vi. Solté las coles en el cesto y me paré a mirarla pasar por el camino. El ritmo de su paso rescaldó la tierra. De nuevo sola, mía, en las yemas de mis dedos, ella, amor de leña. Aun así, la perdí de nuevo. Parado en mitad del invierno, un árbol solo, la fina línea del horizonte cortándome, y comenzó a nevar de nuevo. 

Los meses, las tardes de domingo asustadas, el mapa sonoro de la ciudad, los amigos, los amores de sábado, el cuello de mi abrigo, el teclado del ordenador, el tren de la mañana rompiendo el frío, un café solo, dos cafés a las siete, el rumor a mes de marzo, los almendros del pueblo pariendo primavera, mi cansancio en la piel, todo… y casi nada… hizo que la olvidara, que me creyera que la había olvidado. 

En mayo, la Romería me hizo volver al pueblo. Costumbres que dicen quién eres, quizá, o por no decir que no, o por ayudar a madre a replantar crisantemos y petunias, o por recolectar las caléndulas, quizá. Ella bajaba de la ermita con otras mujeres. Reían como chiquillas. Dejé caer la mochila y me paré a mirar aquella fiesta de luz, de faldas, de escotes, de flores. Se acercaban a la esquina donde yo, junto a mi coche, hacia guardia a su paso. Ella salió del grupo, se acercó a mí y me cogió de la mano. Me empujó hacia la calle donde la tapia evita la presencia de miradas. Me arrimó a la pared y me besó. Me besó largamente, regalándome sus labios; me besó hasta que su sabor fue amargo y salí corriendo.

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