El atentado

Uriel Arechiga

Me llamo Almudena Córdoba. No entraré en los anales de la historia, pero mi vida merece ser contada. Tanto como la de otros muchos que condicionaron la de los demás. Contarla no asegura que sea oída o leída, pero siempre he creído en el poder de la palabra y en que todo perdura mientras se nombre. También creo que este mundo lo conformamos todos, por minúscula que sea nuestra aportación. Es cierto que algunos solamente soportan las decisiones y los actos de los demás. Pero también estos son indispensables para comprobar los efectos de las decisiones tomadas por aquellos.

Cuando digo que mi vida merece ser contada, quizás le he dado más importancia de la que debiera. Puede ser que solo haya un acto, una decisión que deba ser reseñada. No tanto por la valentía o por la heroicidad al ejecutarlo, sino por su trascendencia.

Entré en política cuando ya tenía un largo recorrido profesional, una suficiente formación intelectual y ciertas ideas para ejecutar. Como los grandes pensadores, creía  que política y moral estaban intrínsecamente unidas. De la misma manera vivía firmemente convencida de lo que se ha dado en llamar el efecto mariposa, por lo que podréis intuir que lo que me mueve a escribir son mis convicciones y sus repercusiones.

Mi cargo de concejala me permitió tener una visión amplia de los problemas y carencias de mis paisanos. Debo admitir que el poder que te da la toma de decisiones, la capacidad de condicionar la vida de los demás, aunque a veces doloroso y siempre estresante, es agradable y gratificante. Yo siempre procuraba actuar basándome en la ley y en la ética, y estaba esperanzada en la regeneración de la clase política y en conseguir la aprobación y confianza de los electores. 

Así, la toma de decisiones la sometía  al cribado de la moral, la culpa y el dolo. Aun así, algunas no eran fáciles, sobre todo en las cuestiones en las que decidía a favor de unos y en detrimento de otros, pues harían cambiar el rumbo de sus vidas (expropiaciones, contrataciones…). Fueron tomando cuerpo en mi pensamiento las doctrinas que defendían un Estado y administración fuertes, protectores de la sociedad, e incluso llegué a sopesar si el fin excusa los medios.

Fue una época de grandes satisfacciones, pero también de incertidumbres y dudas. El trabajo acaparaba mi mente y mis relaciones. Me distancié de mi pareja, a la que había querido y admirado, de mis amigos y familia. Pero, cada mañana, un resorte, el del poder, me hacía incorporarme con más fuerza a la batalla política. No ocultaré que este tiene un lado ignominioso en los que se encuentran los paniaguados, los empresarios que quieren torcer voluntades con la fuerza del dinero y grupos de presión de todo tipo: constructores, feministas, cofrades… Pero yo mantenía mis convicciones, a las que les añadí el miedo a perder mi posición.

Me precedía mi aura de rectitud e incorruptibilidad. Y así era: no cedí en ningún momento a presiones económicas, laborales o ideológicas. Me creí infalible. En lo personal, cualquier carencia era compensada por el prestigio y notoriedad que daba el cargo. 

Cierto día pidió audiencia un muchacho joven y apocado. Tras los preliminares, expuso su situación económica y lo que suponía para su familia. Enumeró sus penurias mientras yo, cansada y distraída, observaba su porte, la seguridad de sus gestos, la fortaleza de sus piernas y su sexo. Añoré mi relación de pareja, y el deseo me dejó vulnerable. 

No era mucho lo que pedía: un trabajo no cualificado durante unos meses. La tabla de salvación para su familia. Como siempre, sopesé las consecuencias de mi decisión. El que él entrara impediría a otro obtener la plaza y repercutiría de manera nefasta en su vida, pues pudiera ser que este otro, por falta de trabajo se divorciara, abortara, sus hijos dejaran los estudios, etc. Debí de transmitir al joven mis dudas y pensamientos y, entre la confusión y la maraña de ideas, me ofrecí. Lo que requería era insustancial; no afectaba a mi peculio, y el deseo era abrasador. Sus manos me recorrieron, su boca sorbía y lamía. Me abandoné, dejé que me procurara placer. Me penetró y me hizo gozar como nunca. Consentí en procurarle el trabajo. Mientras nos arreglábamos, recordé la frase de Maquiavelo: “Si el hecho lo acusa, el efecto lo excusa”.