Más alto que nosotros
Beatriz Esseiva
Al caer la noche, el silencio intimidó mis sentidos. En la oscuridad, solo la pretenciosa luna nos brindaba su luz. Mis manos sudaban; el miedo estaba presente, y los latidos del corazón resonaban en mis oídos. Se acercaba el momento de realizar el último paso para cumplir nuestros sueños y cambiar nuestras vidas.
Fueron meses de haber estado caminando entre desiertos, calles y bosques. Cruzamos muchas fronteras en la oscuridad y, cuando la cruzábamos de día, mi padre sobornaba a los guardias. Pero, al final, terminaban los guardias sobornándonos a nosotros, quitándonos lo poco que llevábamos, para dejarnos seguir nuestro rumbo.
Mi padre era muy honrado pero, en cada frontera que cruzábamos, perdía la moral. Por eso, nos ocultábamos antes de cruzar ese límite impuesto por el egoísmo y avaricia de algunos seres humanos. Huíamos de las autoridades, a las que muchas veces burlamos antes de que ellos nos terminaran de desahuciar.
En este tipo de lucha, no podemos respetar las leyes, ni acatarlas a su gusto y conveniencia. La ética y la honradez la dejamos atrás en el pueblo de donde salimos huyendo de la tiranía, la opresión y el abuso.
No solo huíamos de la pobreza, sino también del mismo pueblo: ese que se compone de personas persuadidas por la riqueza, las creencias y las desigualdades. Entre mis supuestos compatriotas, existían también racismos y clasismos. Teníamos el mismo color de piel: quizás unos negros, otros blancos; piel morena con ojos de color pardos, azules o verde. Pero, por no ser de la misma etnia, su prepotencia y arrogancia no les dejaba ver su desacierto hacia sus hermanos.
Debido a este viaje, era la primera vez que usaba unos zapatos por tan largo tiempo. En las calles polvorientas de mi pueblo, nos acostumbramos a andar descalzos, con trapos que nos colgaban porque nunca eran de nuestra talla. A veces no teníamos para comer, pero otros días, con más suerte, teníamos lo necesario; igual, lo agradecíamos. Más se lo agradecíamos a mi madre quien, mientras mi padre, mi hermano y yo trabajábamos, salía en busca de comida. Pero, una tarde, no regresó; fuimos en su búsqueda, y la encontramos muerta. Corrimos la suerte, inevitable, como otros. No hay salvación ni resolución para el más pobre.
Después de la muerte de mi madre en manos de la maldad, durante meses mi padre nos hablaba de una gran valla donde, una vez que la cruzáramos, la vida nos regalaría un mejor vivir. Un futuro comprometedor, pero también imparcial.
Fueron meses de preparar un viaje incierto, donde había dos posibilidades: o llegábamos vivos o moríamos en el camino. Mi padre también nos advirtió que nos encontraríamos con una gran verja reforzada de tres vallas, cuyos bordes se protegían de alambre de espino, con una altura hacia el cielo. Eso sería el final, lo más duro del viaje. Mi padre trataba de cambiar el destino y futuro de sus hijos.
Durante la noche hablábamos del camino a recorrer; preparamos lo justo y necesario: instalamos clavos en nuestros zapatos, armamos garfios para trepar en las verjas, y también una funda para colocar sobre los alambres de púas y así evitar que las cortadas fuesen profundas. Cada uno llevaría agua y algo de dinero, por si el destino nos separaba.
La noche seguía silenciosa y misteriosa, hasta que unos pasos rompieron la paz, y me sacaron de mis pensamientos. Era nuestro guía a la gran valla. Nos levantamos y caminamos todos juntos casi agachados, guiándonos por los árboles y por la luz de luna. Fue un trecho largo y escrupuloso. Mi padre nos dio la bendición y pidió que corriéramos sin mirar atrás. Luego el guía nos dio la señal para correr y comenzar a trepar, pero la suerte no estaba de nuestra parte: unas luces, como luciérnagas, corrían hacia nosotros. Mi hermano y yo trepábamos la primera valla y nos cortamos; seguimos trepando, mientras mi padre lanzaba piedra a los guardias. Logramos pasar las vallas; ya estaba amaneciendo. Busqué a mi padre: estaba del otro lado de la segunda valla. Él sonrió y gritó levantando la mano: “Más alto que nosotros, el cielo”.
Soy un joven de dieciséis años, y la injusticia humana y los límites terrenales me arrebataron parte de mi vida.