Más allá de las sombras

Nerea Aceituno

—Salgo a tirar la basura.

—¿Qué? ¿Dónde vas?

Corro para que no haga más preguntas. Mientras bajo por las escaleras, sigo escuchando sus gritos.

—¿Dónde vas? —Acto seguido, se dirige a mi padre—. Juan, la niña ha salido.

—Va a tirar la basura, ¿no?

—Es peligroso que salga sola.

 —Tranquila, mujer. Está bien, y no debemos agobiarla tanto. No pasará nada.

 Al menos, mi padre es sensato. Es el único de la familia que no ha perdido la cabeza. Mi madre se ha vuelto loca. Dice que es por mi culpa, pero yo creo que siempre lo estuvo. A veces, incluso pienso que fui yo la que se volvió loca por su culpa. 

Desde pequeña tenía que ser la que mejores notas sacase, la que más amigos tuviese y aquella a la que pusiesen de protagonista en las obras de teatro que los niños representan ante los padres, para así presumir de hija. En casa, sin embargo, nunca tenía tiempo para jugar conmigo.

Me pasaba el día fuera, haciendo actividades que ni siquiera me gustaban, solo para no molestarla. Hasta que crecí, y dejé de ser la hija que siempre había deseado, la que había diseñado a su antojo. Aprendí a soportar su cara de decepción cuando me vestía con la ropa que a mí me gustaba, salía con los amigos que yo había elegido, o dejaba las clases de ballet para apuntarme en las de interpretación. Pero lo peor llegó cuando dejé la carrera de Derecho, la que ella quería, para dedicarme a actuar. Según ella, no me voy a ganar la vida como actriz.

Entonces, me topé con la peor decisión de mi vida, lo único que me alejaba de las voces y de la presión: las drogas. Pero eso es pasado. Ahora, al fin, mi vida tiene un sentido. Lo veo junto a los contenedores y corro a besarlo.

 —¿Qué te pasa? —me pregunta.

 —Nada.

 —Ya… ¿Te crees que no lo sé? Sientes el vértigo de verte arrastrada por una vida que no quieres, que no has elegido y de la que no sabes cómo escapar, quizás por miedo a volver a caer en la tentación. Nadie te comprende. Aprendes a cargar tú sola con el peso del mundo. Y sigues, sin pensar, sin mirar atrás. Porque el pasado sigue siendo una herida abierta y el futuro, una puerta que temes abrir, por si no encuentras lo que esperas al otro lado.

Trato de frenarlo. Es mi alma gemela. Sabe lo que pienso en cada momento, me comprende. Al menos, él me quiere y me respeta tal y como soy.

 —Quieres cambiar, pero no sabes cómo. Te sientes tan pequeña ante el mundo… A menudo te encuentras con que no puedes ser libre. Hay algo en ti, una parte subconsciente, que se cuela en tu pecho, te presiona y te impide respirar. El futuro es más incierto cada día, y el miedo por el desconocimiento se hace latente a cada segundo. Cierras los ojos y deseas desaparecer.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Recuerda: te conozco mejor que nadie en este mundo.

 De nuevo me lanzo a darle otro beso. ¡Es tan mono…! Entonces…

 —¡Mar! ¡Estás tardando mucho! ¡Sube ya!

 No puede ser. Miro hacia mi balcón y veo a mi padre, que me hace aspavientos con las manos. ¿Nos habrá visto?

Vuelvo a mirar a mi alrededor, y no lo encuentro. El chico que hace unos segundos me ha regalado uno de los besos más bonitos de mi vida no está por ninguna parte. Se habrá escondido para que mi padre no nos viese. 

Resignada, vuelvo a casa. Parece mentira que con veintitrés años me sigan tratando como a una niña pequeña. Mientras subo las escaleras, veo su sombra a mi lado. Lo quiero tanto que no me cuesta imaginarlo allí, conmigo. Casi voy llegando a la puerta cuando escucho una pequeña conversación entre mis padres.

 —Estaba hablando sola, y hacía gestos raros.

 —Deberíamos volver al hospital. 

Esas palabras caen sobre mí como un jarro de agua fría. ¿Cómo que estaba sola? Miro a mi alrededor, y sigo viendo su sombra, pero no hay nada más. Quizás, nunca haya habido nada más. Quizás el chico del que me he enamorado no sea más que esa sombra que imagino junto a mí.