Más allá de las sombras
Esther Martínez
Mi padre era un hombre muy grande. Mi madre decía que no, que el pequeño era yo. Pero siempre pensé que era enorme. Especialmente, cuando en las tardes de verano en Denia, su sombra me cobijaba mientras esperábamos a que mi madre saliera de las tiendas. Como un enorme castaño, yo delante de él, ambos con los brazos cruzados delante del pecho.
Mi padre tenía una gran cicatriz que nacía en la frente, junto a su ojo derecho, y moría detrás de su cabeza despoblada. Se la hizo cuando era joven pero, para mí, mi padre siempre había sido viejo. A veces le preguntaba cómo se la había hecho, y cada día me contaba una historia distinta: el desgarrón de un león en Kenya; una caída desde un trapecio; un golpe al escalar una montaña gigantesca en un país del que no recuerdo el nombre. Casi siempre, me creía aquellos relatos, sobre todo cuando me los narraba sentado al borde de mi cama, antes de apagar la luz, y yo tenía tanto sueño que no quería hacer muchas preguntas.
Todo el mundo parecía saber cómo se había hecho aquel corte. Todo el mundo, menos yo. Se rumoreaba que había matado a un hombre y que por eso había estado en la cárcel. Pero eso debió de haber sido cuando era joven y yo todavía no conocía a mi padre. La gente decía que era un hombre sombrío y, cuando oía aquello, me acordaba de la enorme sombra de mi padre y pensaba que tenían razón y que tenía suerte porque en verano me protegía del sol. Mi sombra, en cambio, era ridícula. Cuando era pequeño, me asustaba que me siguiera, tenerla pegada a mis pies; entonces, mi padre me decía que tenemos sombra porque existe la luz. Lo decía con esa voz grave con la que se dicen las cosas importantes. Yo no entendía muy bien lo que significaba, pero debía ser algo bueno… que hubiera luz, quiero decir. Eso parecía cuando me lo decía mi padre.
Luego crecí, y su sombra se hizo cada vez más pequeña, y la mía, más grande. No como para refugiarle del sol o de la lluvia, como hacía él conmigo cuando era un niño, pero sí para tenderle mi brazo y pasear con él.
Los domingos iba a la vieja casa donde había crecido y jugábamos a las cartas, y veíamos la televisión y le llevaba al parque para dar de comer a las palomas. Siempre en silencio. Por aquel entonces, mi madre ya había muerto. Así, sin más. Un día, mi padre fue a despertarla y no le contestó. Fue cuando dejó de ser sombrío para ser un hombre triste.
En el barrio seguía siendo aquel que había estado en la cárcel por haber matado a un hombre. Pero yo ya sabía que el surco de su frente había sido por un accidente de tráfico en el que había fallecido un chaval como el que era mi padre. Fue un accidente. No es que mi padre hubiera bebido, ni nada de eso. Pero el que murió fue el otro, y eso lo convirtió en el que había matado a otro hombre. Y estuvo en la cárcel, apenas tres días, detenido en el cuartelillo, hasta que se aclaró todo. Pero mi padre cumplió condena toda la vida.
Un día cualquiera, en vez de pan para las palomas, llevé a su casa una maleta vacía y le dije
̶ Papá, coge cuatro cosas, que nos vamos.
̶ ¿Y dónde me vas a llevar si soy un viejo?
Y yo quise decirle: “A escalar el Everest y a ver leones en Kenya; a ser trapecistas; a buscar y recuperar tu luz y dejar de ser el hombre de la cicatriz en la frente, porque yo te veo más allá de tus sombras”.
Pero no le dije nada. Lo ayudé a hacer la maleta, y subimos al coche.