María Coll
Madre
Hoy enterramos a madre. Falleció ayer a sus ochenta y siete años en su cama, en su casa y en paz. No quiso ir a hospitales, ni quiso quedarse en mi casa o en casa de mi hermano. Era demasiado cabezona para dejar que la cuidasen, así que cuando hace un mes cayó enferma, me trasladé a su casa para cuidarla.
Todavía disponía de mi cuarto como antaño. El tiempo no había pasado por esas paredes forradas de posters, fotos y adornos varios. Mis libros se apiñaban en las estanterías, mi ropa juvenil en el armario. Mi vida pre adulta entera flotaba entre esas cuatro paredes.
Qué feliz había sido con madre. Mi padre se fue a por tabaco y no volvió. Yo apenas recuerdo su barba y su aliento a nicotina. Ni una foto, ni una mención jamás sobre él.
Madre, qué gran mujer. Cuando cumplí ocho años apenas estaba en casa. Su trabajo en una inmobiliaria la absorbía por completo. Nos dejaba la comida hecha y gracias a ella aprendí desde bien pequeño a cuidar de mi hermano, a recoger, hacer camas, calentar la comida y un sinfín de tareas.
Nunca nos faltó de nada con ella. Los fines de semana los pasábamos juntos. Su novio venía a casa con nosotros, y yo me encargaba de sorprender a madre con alguna receta nueva que había aprendido en la tele.
Sus novios iban cambiando cada cierto tiempo. Era una mujer muy enamoradiza, y conoció muchos hombres. Era un ciclo que siempre se repetía. Madre se ilusionaba con un hombre, nos lo presentaba, estaban un tiempo juntos, y después desaparecía de nuestra vida; estaba triste y enfadada un tiempo, y luego volvía a ser la misma, hasta que aparecía el siguiente. En general eran buenos tipos que nos trataban bien, aunque no creo que merecieran estar con alguien como madre. Recuerdo en particular a uno que me enseñó a abrir un Zippo con una mano; o a otro que siempre tenía una baraja de cartas con la que nos hacía trucos de magia.
Una empresa funeraria se instaló en casa para gestionar todo el tema del entierro. Trajeron la caja de pino macizo, adecentaron a madre y la pusieron en la mesa del salón. Por allí pasó todo el pueblo dando el pésame a la familia, y agasajándonos de tuppers llenos de comida.
¡Qué guapa estaba madre con su vestido de flores! Parecía una princesa dormida en su lecho de muerte. Solo llevaba como adorno una llave antigua colgada con un cordón rojo a su cuello, que jamás se quitó. En sus últimos días no paraba de repetirme que la enterrasen con ella, que era la única cosa en el mundo que quería cuando se fuera al otro mundo. Yo no quise contradecir nunca a madre en nada, pero ¿qué abría esa llave?
Mi hermano y yo, de pequeños, jugábamos a descubrirlo, y el único sitio que no buscamos fue en el sótano. Madre nunca nos dejó entrar ahí por las ratas.
La tormenta empezó temprano. Poco a poco la gente del pueblo se retiró a sus casas. De golpe lo supe. Necesitaba quedarme solo con madre. Le quitaría la llave, buscaría en el sótano y se la volvería a poner. No tardaría nada.
Quedaban las tres vecinas más íntimas de madre, que con excusas de quedarme a solas para despedirme y ayudado por los truenos cada vez más ensordecedores, marcharon cada una a su casa a acicalarse para el entierro.
Me costó quitar la llave a madre. Está fría, rígida. Seguí sintiendo su áspero tacto cuando bajé las escaleras del sótano y abrí la puerta.
Completamente vacío. No había nada, salvo una gruesa alfombra negra. Las maderas del suelo crujieron. Retiré la alfombra y la vi. Una trampilla con una estría muy similar al a forma de la llave de madre.
Voy camino del cementerio junto a madre y la llave colgada a su cuello. Las imágenes de los cadáveres de todos los novios de mamá amontonados en el subsótano me acompañarán de por vida. Sigo en estado de shock, y no entiendo cómo pude equivocarme tanto con alguien. Todos esos hombres, que parecían buenos tipos, debían de haber sido horribles, verdaderos monstruos para haber merecido el castigo de madre. Me quedé con el Zippo. Seguía acordándome de abrirlo con una mano.