Angélica Moreno

Lucha interna

El sabor metálico es placentero. Siento que soy invencible con cada gota, no puedo parar a pesar de los quejidos. Mis oídos se bloquean cuando sus lamentos imploran que pare. Mi cuerpo está rebosante, pletórico. Una vez más la bestia ha ganado. 

No puedo creer que lo haya vuelto a hacer. Yo no elegí ser así. Dicen que una madre da la vida por sus hijos. Que prevalece el pensamiento por ellos antes que por uno mismo. En mi caso fue un castigo y tengo que vivir eternamente con la lucha de no querer mi parte irracional. La culpa me viste desde hace años. El dolor me atraviesa el pecho cuando regreso a la realidad. Los sentimientos ahora se duplican. ¿Quién desea estar muerto en vida? Nadie me ha enseñado a convivir en la oscuridad.

Los recuerdos agolpan mi memoria mientras de mi boca gotea la vida de personas inocentes. Había ido al bar con el propósito de tomar un trago de whisky para calmar mis pensamientos y tratar de encajar el plan ante la búsqueda del grimorio familiar. Todo ha empezado por el tipo que estaba sentado a mi derecha.

No paraba de susurrarme vulgaridades, le advertí por tres veces. Pero no, su ego de macho alfa y su aspecto de cavernícola no aceptaban mi rechazo. Posó una de sus manos sin consentimiento sobre el bajo de mi espalda y trató de acercarme por la fuerza a su cuerpo sudoroso. Las comisuras de sus labios se alzaron dejando ver una asquerosa y falsa sonrisa mellada que borró de inmediato cuando sus ojos se encontraron con los míos. 

Los ojos de la muerte, como así me bautizaron siglos atrás. Su pulso acelerado fue el sonido que terminó por apagar la humanidad con la trato de lidiar cada maldito día. La rabia contenida fue saciándose con cada persona que estaba en aquel local. 

No veía rostros, la sed me cejaba. En menos de cinco minutos tenía frente a mí más de veinte cadáveres, la mayoría con la cabeza desgarrada. 

Pude verme en el reflejo del espejo salpicado que había tras la barra. Mi agudizado sentido del oído percibía un corazón nervioso que parecía salirse del pecho. Miré por el local hasta que lo encontré. Agazapado en la esquina del tocadiscos temblando sin atreverse a mirarme.

Caminé hasta él, me agaché para quedar a su altura, el olor del miedo inundaba mis fosas nasales. Sus manos temblorosas sujetaban un triste cuchillo, se lo arrebaté tirándolo al suelo y le dije:

Te aseguro que si pudiera borrar mi existencia lo haría. Pero no sé como matar a un inmortal de sangre púrpura. Confieso que las estacan no valen, la plata no me hiere y la verbena me hace más fuerte. La condena que arrastro es eterna, no puedo encerrar a mi otro yo. Tampoco puedo mentir ante lo que siento cuando la sangre humana roza mis labios. Amo esa parte sin proponérmelo. Vete, vete antes de regrese. Todos pensarán que estás borracho.

Y una vez más incendié el lugar para no dejar rastro. Me fui como hago siempre a otro sitio para tratar de encontrar el libro de mi difunta madre donde está el hechizo para acabar con alguien como yo. Un detalle que no pensé antes de despellejarla por completo.