Los hermanos | Sandy Manrique
Han pasado veinte años y él no ha podido decirte la verdad, Matilde.
Algo sucede. Tú no has cambiado, sigues siendo una niña, mientras tu hermano ha empezado a parecerse a tu padre. ¿Desde cuándo Beto se ha puesto tan alto?
En la campiña te dejas caer sobre un lecho de nomeolvides. Tu vestido parece una extensión del cielo. Sonríes. Abedules te circundan, melancólicos te arropan con sus cortezas blanco-plateadas.
Alberto, tu hermano, está sentado junto a ti. Tiene el rostro escondido entre sus manos, una posición que te has acostumbrado a ver. Te levantas y lo abrazas sin decir palabra. A él se le hace un nudo en la garganta. Te abraza de vuelta, firme, sin prisa. Aprovechas su proximidad para hablarle.
-Dime la verdad, Beto ¿Que fue lo que sucedió?
Si tu hermano no se ha atrevido en tanto tiempo, qué más da si te cuenta otra historia para que olvides del asunto, Matilde. Esta vez lo miras sin tregua. Tu barbilla se eleva; la verdad no puede ser negada a quien le ha llegado el momento.
—-¿Recuerdas el cumpleaños 80 del abuelo, Matilde?
Frunces el entrecejo. Un nubarrón negro te cobija mientras clavas la barbilla en el pecho. Pareces perderte en un bosque oscuro, quitas telarañas para abrirte camino. Encuentras el rancho del abuelito Tino, el patio de las comilonas familiares.
Y los sauces vienen a relatarte lo sucedido. Una danza de hojas secas esboza la imagen del pozo al que te dijeron que no te acercaras. Las hojas amarillas se imprimen en tus pupilas de niña, atraídas por las profundidades. Las hojas también retratan a Alberto jugando en las proximidades con su trascabo amarillo.
Recuerdas que te dijeron que te alejaras del pozo, pero seguías insistiendo, parecías querer hundir tus ojos gatunos en la ciénaga. Alberto entonces era cinco años mayor que tú, le encargaron que te cuidase para que no te pasara nada, pero se distrajo.
Tu cuerpo empieza a temblar y un llanto suave te enternece el rostro. Miras a tu hermano, ahora convertido en adulto, en algún momento debiste entender que algo sucedía. Te mantenías niña mientras tu hermano cambiaba año con año. Él no te había querido dejar ir, Matilde. El remordimiento era demasiado.
Por ello, una hojarasca abraza tu espíritu . Estrecha también a tu hermano que se ha quedado a cargo de acompañarte hasta que estuvieses lista para partir. En medio de una ventolera, tu alma se eleva, se extiende vivaz hasta las nubes. Sólo un pedacito de ti regresa para quedarse guardado en el pecho de Alberto, quien al fin podrá llorar tu partida.