Llorona | Lil Fernández
Las lágrimas de Germán caían en el papel picado mientras lo extendía sobre el satín que cubría los tres niveles del altar.
—Estarás bien aquí, cerca de la ventana, porque te encanta el sol —dijo mientras colocaba la fotografía en la parte superior. Luego le pidió a Alexa que pusiera la canción de la llorona.
Empezaron a escucharse las notas de guitarra y Germán se alegró de que finalmente, el dispositivo le hiciera caso y pusiera la canción que él pedía.
“Salías de un templo un día, llorona, cuando al pasar, yo te vi”.
Recordó cuando conoció a Ximena, en la boda de su primo Luis.
—Nos sentaron en la misma mesa, éramos tú y yo entre puros abuelitos, ¿te acuerdas? —sollozó mientras colocaba el incienso.
“Hermoso huipil llevabas, llorona, que la virgen te creí”.
—Siempre me gustó el vestido de gasa amarillo que te pusiste aquel día. Te veías preciosa. Tenías tu cabello recogido en un chongo adornado con un listón verde. Nos cansamos de bailar, paseamos por el jardín y te besé bajo la jacaranda. Ya desde ese día te amaba.
“Ay, de mí, llorona, llorona, llorona de un campo lirio”.
Germán acomodó las veladoras blancas en el segundo nivel, junto con el pan de muerto, el vaso de agua y el mezcal.
—Xime, no sabes cuánto te extraño. Me haces mucha falta —dijo mientras se llevaba las manos al pecho. Ya pasó un mes, pero me sigue doliendo.
“El que no sabe de amores, llorona, no sabe lo que es martirio”.
—A veces me pregunto qué estaríamos haciendo si ese día no hubieras salido. Tal vez estaríamos poniendo juntos este altar, pero solo con la foto de tu perrita de la infancia. Me dejaste solo, Xime.
Germán puso en dos jarrones las flores de cempaxúchitl y de terciopelo, las colocó de manera simétrica a ambos lados del altar.
“No sé qué tienen las flores, llorona, las flores de un camposanto”.
—Siempre te gustaron las margaritas, dijiste que me dejarías si un día te llevaba rosas —dijo acariciando una de las flores—. Todavía me pregunto para qué querías ir a verme a la oficina. ¿No pudiste esperarme a que llegara a la casa?, ¿por qué salir, así, de repente?
“Que cuando las mueve el viento, llorona, parece que están llorando”.
Germán tomó su celular para ver el último mensaje de Ximena: “Voy a tu oficina”.
—O sea, ¿qué necesidad había de que salieras en la noche? Sí, ya me habías dicho que no te gustaba que trabajara hasta tarde, pero tenía que terminar de pagar la hipoteca del departamento, no siempre podía salir a las seis —dijo mientras vaciaba las semillas de lentejas y de frijoles en los pequeños platos de barro.
“Ay, de mí, llorona, llorona, llorona llévame al río”.
Germán fue a la cocina por la canasta de frutas y puso algunas mandarinas, cañas y tejocotes en el primer nivel. Los viejos periódicos quemados le sirvieron para dibujar una cruz con ceniza.
“Tápame con tu rebozo, llorona, porque me muero de frío”.
—Se supone que algunos hasta ponen ropa en el altar ¿Quieres un suéter?, siempre fuiste muy friolenta.
Germán fue a la recámara, entró al vestidor, y en vano abrazó los vestidos intentando recuperar el olor de Ximena. Recordó que le habían entregado la ropa de Ximena en una bolsa que seguía intacta. La abrió y sacó la blusa blanca manchada de sangre y el pantalón de mezclilla. Abrazó la blusa y hundió su cabeza en la tela. Cuando tomó de nuevo el pantalón, vio que algo sobresalía de uno de los bolsillos. Era un zapatito de bebé y una prueba de embarazo.
“Dos besos llevo en el alma, llorona, que no se apartan de mí”.
Germán se levantó y como si estuviera en medio de un trance, fue hacia el altar. Puso las calaveritas de azúcar, y encendió las veladoras y el incienso.
—Ay, Xime, sí me sorprendiste —sollozó mientras colocaba el zapatito a un lado de la fotografía de Ximena—. Creo que ahora no podré dejar de llorar —Caminó unos pasos hacia atrás para ver todo el altar y ordenó:
—Alexa, pon la llorona, otra vez.