Libertad
Manuel Alonso
César y Elena… Bien podría ser el título de un tango de Piazzola o de un film épico de Cecil B. De Mille. Pero no: es una historia real de dos enamorados que tuvieron que dejar su tierra porque en Argentina estaba prohibido el divorcio. Su destino eran los Estados Unidos; el trayecto incluía una parada en México, pero el destino ya no los dejó ir más allá. Encontraron una buena acogida en su escala, en un país destacado por su hospitalidad y donde encontraron también un sinnúmero de paisanos. César, con su simpatía y con su don de gente, se hizo pronto de amistades, al igual que de un buen trabajo. Se incorporó a una empresa de alimentos en pleno desarrollo y se convirtió en una pieza clave para el incremento de las ventas. César era una de esas personas a las que se les abre cualquier puerta, con su simpatía, su bonhomía, su facilidad de palabra y, sí, con su parecido al talentoso artista mexicano Joaquín Pardavé. Se convirtió en pieza clave para el crecimiento del entonces poderoso consorcio alimentario. Al final de su carrera, le encargaron el lanzamiento de una línea de gelatinas y fue igual de exitoso. Elena no cantaba mal las rancheras, como se llaman en México. Inmediatamente se insertó en la sociedad mexicana y en la argentina también. Simpática, conversadora, agradable; era ese tipo de persona que se acopla a cualquier grupo, cualquier plática, cualquier mesa. Amiga de todos. En poco tiempo se convirtió en la presidenta de la Sociedad de Damas Argentinas en México, donde hizo una notable tarea filantrópica y se afianzó como un personaje relevante. Y, como binomio, hay que alabar su sana y sempiterna relación, siempre leales, siempre contentos, siempre pareja. Habría que mencionar su amor infinito; tuvieron que pasar cuarenta años hasta que cambió la ley en su tierra natal, para poder consumar su matrimonio. La vida llevó a César al retiro, por cierto, acompañado de un sentido homenaje por parte de sus empleadores y, cabría decir, amigos. Entre aplausos y lágrimas recibió la mejor muestra a su desempeño y a su calidad de persona. Pero la vida no se detuvo ahí. Elena fue siempre una mujer inquieta, activa, con un talento innato. Era una gran cocinera. Se dedicó a la elaboración de chorizos y empanadas que vendía a sus cercanos y a los mejores restoranes de la capital. Después se dedicó a la pintura al óleo. No había un muro de sus hijos, sus nietos y sus amigos cercanos que no luciera uno de sus paisajes. Longeva y lúcida, a los setenta años de edad, se aventuró a la escultura. Sus hábiles manos siguieron creando por décadas. Y César, siempre cerca, apoyándola, motivándola, una relación sin grietas, sin reclamos. Quizá la mejor manera de sintetizar esta historia es compartirles que, en cada ocasión que asistían a una boda, eran aclamados para que dieran una exhibición de tango. Este hecho lo encierra todo. No alcanzan las palabras y las páginas para recorrer sesenta y cuatro años de matrimonio de esta pareja singular, cuya relación pareciera merecer la eternidad. Tuvo que aparecer un agente externo, suficientemente capaz de trastocar y desmoronar un vínculo sólidamente amalgamado por el amor y por la solidaridad. La pandemia lo vino a descomponer todo. El encierro pudo más que la comprensión, la tolerancia, la complicidad. ¿Qué es lo que aprisiona una ventana cerrada, una puerta relegada, una mesa vacía? ¿Quién le permitió a la intransigencia, a la desesperación y a la rebeldía, entrometerse en la vida de dos viejos felices? Qué paradoja… casi a los noventa y seis años, Elena tuvo que rendirse, pero no porque su cuerpo o su mente se lo pidieran, sino porque el coronavirus irrumpió en su vida y se la llevó en solo unos días sin preguntar. Solo se la llevó a ella. Y, mientras que las cenizas de Elena esperan en la fila de una funeraria para ser entregada a sus deudos, César sigue en casa, preguntando cuándo regresa Elena del hospital.