Thelma Moore

L'enfant voleur

El rapaz, con agujeros en las zuelas de sus botines, corriendo sobre el lodo de la calle, le arrancó la bolsita de tela a la señora que compraba remolacha a una marchante.  Cuando la mujer se dio cuenta del robo, comenzó a gritar como una loca, lo que provocó que Pierre tropezase con sus amplias enaguas, cayera con toda su humanidad en el charco fétido y soltara el preciado botín.  

Pierre, mugriento, lleno de fango, entró en pánico y, tratando de zafar el pie de la mezcla negra y apestosa, tuvo que dejar el zapato hundido totalmente.  Se levantó y puso pies en polvorosa. 

Tres campesinos le gritaron: “¡Arrêtez, arrêtez toi!”.

Pierre siguió corriendo hasta llegar al camino real en donde continuó alejándose, a la par de algunas carretas, resoplando, con el pie descalzo (que ya le ardía como lumbre al chocar con los guijarros de la senda).

Cuando estuvo seguro de que nadie lo seguía, se encaminó hacia una casa en medio del campo, porque a su lado se encontraba un granero, y calculó que sería un buen escondite. Cansado y maltrecho, se escabulló por allí, y se quedó bien dormido sobre el heno del tapanco superior, a causa de la fatiga de la carrera y del vacío de su estómago.  

Su sueño fue el de estar frente a una mesa enorme, llena de manjares de los que daba cuenta sin ningún empacho. También, en una pesadilla, oía las amenazas de los perseguidores, pero no le importaba porque era tal su cansancio que no tenía ánimos, ni fuerza para salirse del refugio. 

Por la mañana, un olorcillo a pan recién horneado lo despertó.  Entonces, con sigilo, se fue a asomar por la puerta del granero para ver que una señora había colocado dos pasteles en la ventana.  El hambre que sufría lo impulsó a llegar agachado hasta el lugar y, aunque los pasteles estaban aún algo calientes, se llevó uno al granero.

Su imagen daba lástima:  los pantalones con girones desde los muslos, las piernas con raspones, cubierto de lodo y únicamente con un zapato.

Cuando la señora se dio cuenta de la falta del pastel, pensó que el perro se lo había tragado. Pero, al asomarse por la ventana, descubrió al muchacho zarrapastroso, que se alejaba por el sendero de la cocina hacia el pajar, cargando el pastel. Entonces, se dio cuenta de quién había sido el ladrón.

Observó que el jovencito se encontraba en un estado lamentable a sus aproximadamente doce años: flaquísimo, lleno de barro, titiritando por el frío y por los harapos que apenas lo cubrían.

Su corazón dio un vuelco.  Su sentimiento por la falta de un hijo afloró impetuoso, sin que ella lo pudiera evitar.  Se fue al sembradío a encontrar a su esposo para dejarle el almuerzo.  Al saludarlo, inquieta, le dio un beso.  Él, al verla algo nerviosa, intrigado le preguntó cómo se sentía.

Después de haberle narrado el incidente, le pidió que hablara con el muchacho, con el fin de ayudarlo de alguna manera.  El hombre que, a su vez, siempre había deseado un hijo, vislumbró la oportunidad de tenerlo. Sin perder tiempo y medio incrédulo, temiendo una desilusión, dejó la siembra, y se fue al granero.

Entró con sigilo para no espantar al joven intruso; con voz suave lo llamó:

—¡Halo, halo! Ecoutez moi.

A Pierre se le fue el alma al suelo.  Se atragantó el último pedazo de pastel y, muerto de miedo, se dispuso a enfrentar al señor:

—Monsieur, monsieur, ¡pardonez moi!  Est-ce que j´avais faim. 

El estado tan lastimoso del rapaz lo conmovió, sobre todo al recordar sus años infantiles en los cuales él había llegado a lo mismo a manos de un señor feudal, y lo invadió la compasión. En un tono afable le dijo:

—N´est pas te préocuppez, venez avec moi á la maison.

Pierre no lo podía creer.  Temeroso, se bajó del tapanco y siguió al campesino como un corderito, con la esperanza de recibir algo para comer.

Pero su sorpresa fue mayúscula cuando la señora lo abrazó y, con todo el cariño del mundo, le susurró:

— N´est pas soufrez plus, maintenant, tu vas être notre fils.