Mafalda

Leire Mogrobejo

Para los que no me conocen, me llamo Lulú Mota, mejor conocida como la Pequeña Lulú. Nací en 1935. Pero, gracias a la magia de los cómics, cartoons y la imaginación de los niños, siempre seré una niña de diez años, con el  rostro enmarcado por mi cabellera castaña llena de bucles (que en la frente  se asemejan a una cebolla cortada a la mitad), de nariz respingona y de abultadas mejillas, con  mi característico vestido rojo de mangas largas y con mis enaguas blancas con diminuto encaje.

Mis amigos son muchos, pero los más cercanos y queridos son Toby Tapia, Anita y su hermano Fito. El protagonista de mi historia de hoy  es Memo, mi vecino, un nene de cinco años muy travieso,  al que logro tranquilizar  contándole historietas, cuya  protagonista es mi alter ego en versión de niña pobre o huérfana.

Hoy acudió a mí la madre de Memo para que lo cuidase, pero me advirtió que no le contara más relatos de brujas porque se despertaba  llorando, temeroso por las  pesadillas. Tomé la decisión de eliminar a las brujas.

En la casa de Memo, después de haber jugado un rato a policías y ladrones, y  ya  cansada, le dije que le contaría un cuento. Puso cara de fastidio y, en tono burlón, me dijo: 

—Hoy la niñita va ser pobre o huérfana. 

—Ambas —le respondí—, pero esta vez el protagonista será un niño como tú. —

Y comencé el relato—: La  niña pobre y huérfana caminaba cabizbaja por el bosque buscado bayas silvestres para la cena. Su mamá no tenía dinero para comprar los alimentos; de repente, un exquisito aroma la condujo a la casa de la bruja Ágata y su sobrina Alicia. Ellas convertían, con sus varitas y con palabras mágicas, las bayas en ricos pasteles. Ágata era una bruja con una nariz enorme, ganchuda adornada con una verruga, mentón prominente con pelos, cabello negro y ralo cubierto por un ridículo sombrero negro y un feroz diente que sobresalía  de su boca,  vestido largo y  picudos zapatos, ambos de color negro. Alicia, su sobrina, era igual de fea pero en versión niña, con el rostro menos anguloso y con cabello corto. Ambas tenían unas escobas raquíticas que les servían para volar.

Memo la interrumpió y dijo: 

—Son muy feas; no me gustan. 

Ella recordó la recomendación de la mamá del niño. Y lo calmó:

—Tranquilo: hoy las aniquilaremos. —Así, no tendría más pesadillas. Y prosiguió el relato—. La niñita repitió hasta aprender las palabras mágicas para convertir las cosas en lo que deseara: “Zim zala bim”. Corrió en busca de su amiguito de aventuras y le contó lo que había visto; tenía un plan para cuando se quedaran dormidas: después de comer  los pasteles, se apoderarían de las varitas. Necesitaba su ayuda.

»Esperaron  a que se quedaran dormidas, y luego ella le quitó la varita a Ágata. Él hizo lo mismo con Alicia. Habían planeado convertirlas en ratones; ambos pronunciaron las palabras mágicas y, al instante, desaparecieron  bajo sus feos  sombreros. Debajo de estos se escondían  dos ratoncitos asustados; los colocaron en la jaula del cuervo. 

»La huerfanita le dijo a Memito: “ahora voy a convertirte en un enorme y hambriento gato y las comerás y  nunca más tendrás pesadillas”. Pero a él no le gustó la idea y dijo: “¿Por qué yo? Creo que tú tienes más hambre”. Memito levantó su varita y, al grito de “Zim zala bim”, transformó a la niña en un enorme gato que se relamía al ver los ratoncillos. Y de un  bocado se los  comió. Pasado un rato, el gato volvió a su forma original: la niña huérfana y pobre. Ella tomó varios de los ricos pasteles para la cena.

—Gracias, Lulú —dijo Memo—. No más pesadillas con esas horripilantes Brujas.