Laboratorio 243
Gonzalo Tessainer
Cada vez que paso por la sección de cómics de una librería, tengo que pararme y ver qué nuevos títulos ha recibido. Dentro de todos los ejemplares que ofertan, los únicos que me interesan son los de superhéroes. No es que sea un apasionado de las aventuras de hombres ciclados que se ponen los calzoncillos por encima de unas mallas azules, ni por aquellos que no son capaces de superar sus traumas infantiles y usan un antifaz para luchar contra un payaso con trastorno bipolar. La razón por la que dedico unos minutos frente a los lomos de los títulos es porque, en el fondo de mi corazón, tengo la esperanza de leer mi nombre en alguno de estos. Debo admitir que poseo cualidades para que me dediquen una publicación, o incluso se haga una película sobre mí, pero mis poderes no entran en los cánones para que se me etiquete como héroe.
Mi vida era normal, incluso aburrida. Tuve una infancia feliz, una adolescencia tranquila y, tal como dicta la tradición familiar, comencé a estudiar Medicina. Nunca me atrajo la idea pero, haciendo gala de mi falta de personalidad, dejé que mis padres decidieran por mí. La carrera no me gustaba; rara vez iba a clase, y lo único que me motivaba eran las fiestas que organizaba mi compañero de piso. ¡Si las notas hubieran dependido del número de chupitos que tomé en los tres primeros meses, habría obtenido el doctorado en tiempo récord!
—¿Te vas a apuntar a las pruebas? —me preguntó un compañero.
—¿Qué pruebas?
—¡Lo han dicho en clase! El profesor de Anatomía ha comentado que todo alumno que quiera subir su nota un veinte por ciento pase por el laboratorio 243.
Como no tenía otra cosa que hacer, fui hasta el lugar indicado, acompañado de una importante resaca. Una vez dentro, el profesor me indicó que estaba creando un suero que proporcionaba características animales a todo aquel que se lo inyectara.
—¿Qué tipo de características?
—Siempre buenas y, obviamente, te dejamos elegir el animal. Tranquilo, no te va a salir un cuerno si te inyecto el suero del rinoceronte.
En aquel momento, solo pensé en que podría adquirir la velocidad de una gacela, o la fuerza de un gorila o, incluso mejor, la capacidad copulativa de un león.
—¡Lo dejo a tu elección! ¡Todo lo que veo son beneficios! —dije emocionado.
El profesor cogió una jeringuilla; la inyectó y, tras haber sentido un leve pinchazo, me indicó que ya podía irme.
—¿Ya está? ¿Cuál me ha puesto? No sé si será sugestión, pero me encuentro con más fuerza, con más agilidad, con más…
—La del caracol —añadió con un tono de indiferencia.
—¿Qué?
—¡No me mires así! ¡Dijiste que lo dejabas a mi elección!
—Ya, pero un caracol… ¿Qué debo hacer ahora?
—En unos minutos comenzarás a tener sus características, pero únicamente serán visibles cuando estés bajo situaciones de estrés. Así que no te tenses si no quieres dejarlo todo lleno de babas. ¡Ah! ¡Se me olvidaba! A partir de ahora todos tus movimientos serán más lentos.
¿Más lentos, dijo el cabrón? ¡Cinco horas tardé en llegar a casa mientras dejaba un reguero de babas detrás de mí!
Ante tal panorama, intenté sacar provecho de mi nueva situación. Dejé la carrera y quise convertirme en un superhéroe cuyo nombre fuera Caracol Man. El mayor problema lo encontré a la hora de desplazarme a la escena del crimen. Cuando me enteraba de que se estaba cometiendo un delito, me enfundaba en unas mallas verdes, me ponía una capa marrón e iba lo más rápido posible hasta el lugar. Lamentablemente, cuando llegaba el criminal, ya había cumplido su condena. Por eso, poco a poco, fui desechando la idea de ser el azote de los criminales.
Veinte años han pasado desde que me inyectaron el suero. El uniforme que pretendía usar para ocultar mi verdadera identidad en la lucha contra el crimen me lo sigo poniendo, pero para dar clases de yoga. La mejor manera de evitar el estrés la encontré en la meditación; por eso me he convertido en un reputado profesor de esa disciplina. Un instructor que espera que se le haga un hueco en el competitivo mundo de la heroicidad.