La trampilla de la memoria

Alberto Hidalgo

Querida mía:

Despertaste sin recuerdos. No me reconocías. Me contaste que solo conservabas de tu pasado una mancha sin forma que se expandía como el humo y nublaba cada uno de tus pensamientos. Al principio, llorabas cada mañana en el desayuno postrada en tu cama porque te desconocías a ti misma, pues eras una recién nacida en tu cuerpo adulto.

Me preguntaste, a los pocos días, por qué te servía la comida, te aseaba, agarraba tu mano y te proporcionaba tus medicamentos. Por aquel entonces no tenías nombre, y éramos dos extraños en un lugar desconocido. Todo tu mundo se reducía a una habitación soleada de paredes blancas y al miedo que te acechaba en tus pesadillas, a la neblina que ensombrecía tu pasado.

No sabes lo que me suponía presentarme cada mañana con una sonrisa para ti, cuando la culpa me roía las entrañas como una rata hambrienta que me hubiese vaciado por dentro toda mi humanidad. Pero me salvaste otra vez cuando entre dolores decidiste reírte de nosotros mismos y bautizarnos con nuevas identidades para una vida a estrenar. Te aseguré que ya teníamos nombres, y me respondiste que no, que no te interesaba esa existencia de la persona que había habitado tu cuerpo antes que tú. Querías llamarte Esperanza, y que yo fuese para ti Salvador; y así lo convenimos.

Aquella noche, me pediste que durmiese contigo, abrazado a tu dolor. Me dijiste: «Salvador, eres el mejor analgésico»; y te abandonaste al cansancio y al sueño, hasta que las pesadillas te desvelaron sudorosa, en una permanente huida de un miedo inconcreto que había estampado sus huellas en tu conciencia.

 

No sé si recordarás cómo se iluminó la habitación cuando levanté las persianas el día que me pediste matrimonio. El sol iluminó tu rostro y lo llenó de energías para superar los miedos y los padecimientos. Con una taza de café entre tus manos y con una sonrisa que, tímida, afiló tu mirada, me pediste que me uniera a ti para siempre. Yo, aguafiestas, te aclaré que ya nos habíamos casado veinte años atrás, y me respondiste que no era cierto, que Esperanza era soltera, y que Salvador también. «Solteros y enteros», dijiste riendo.

Levantamos acta en el reverso de un informe médico, y nos besamos por primera vez desde que te accidentaste. Tus labios eran otros labios, Esperanza. Tu aliento era otro aliento y tu piel, al tacto, me pareció otra piel. Tu debilidad física escondía una fortaleza de espíritu que, manteniéndome cautivo, me empujó hacia esta segunda oportunidad contigo y sin ti, a través de una nueva mujer nacida en tu propio cuerpo.

Nuestro amor se proyectó en las noches que, abrazados a tu dolor, despertábamos sobresaltados, en las burlas a los médicos que te visitaban casi a diario, en las fullerías que intentabas en las partidas de cartas con las que el tiempo corría veloz, por mucho que yo pretendiese congelar nuestros momentos de plenitud y estirarlos hasta la eternidad.

 

Pero la trampilla de la memoria, cerrada varias semanas, comenzó a abrirse. En el desván de los recuerdos se disipaba lentamente la oscuridad. Esperanza, reconociste a Marta, y la viste crecer junto a tus padres. Descubriste tu escuela, la sabiduría y la crueldad de las monjas. Rememoraste tus primeros besos y juegos, la universidad y nuestros amigos. Me presenté ante ti otra vez, con veintitantos, hecho un manojo de nervios y de ilusiones. Viviste por segunda vez nuestra primera boda, y descubriste la casa que ahora te encierra en una habitación iluminada por el sol.

No pude evitarlo, y la amnesia retrocedió replegándose vencida. Y percibí cómo Marta fue ocupando el espacio de Esperanza, cómo Marta cobraba su vigor y me observaba desde la sospecha. Noté que tus ojos no verían más ya la imagen de Salvador donde solo estaba yo.

Ayer me obligaste a contratar a un cuidador por ti y me invitaste a salir de tu vida. Esperanza y Salvador habían muerto en el olvido, víctimas de la memoria, pues finalmente recordaste que me odias, que nunca perdonaste mi traición. Yo tampoco me la perdono, Marta; no pasará un día sin que me arrepienta, mi amor.