La sustituta
Darío Jaramillo
––Manuel, tienes que venir lo más pronto que puedas: el cuerpo de la señora Domínguez desapareció ––dijo Saúl y colgó.
Más que el mensaje, lo que inquietó a Manuel era lo nervioso que se escuchaba su amigo. Llevaba más de veinticinco años de conocerlo, y hasta ese día nunca lo había escuchado así de agitado.
Se vistió lo más rápido que pudo, y salió hacia la morgue, en cuyo estacionamiento encontró a Saúl, quien intentaba fumarse un cigarro. Estaba pálido y no podía controlar el temblor de sus manos.
––¿Cómo es posible que haya desaparecido? ––preguntó Manuel
––Pues así, no tengo puta idea de dónde puede estar ––dijo Saúl al borde de una crisis de nervios.
––Y, si lo encuentro, ¿qué te hago, Saúl Alberto? ––respondió Manuel, imitando a la mamá de su amigo, en un intento por aligerar la tensión.
––No chingues, cabrón, nos van a atorar. En cuanto descubran que falta ese cuerpo, se van a ir sobre nosotros.
Situaciones extremas requerían soluciones drásticas. Si podían remplazar el cadáver, todo quedaría entre ellos dos. Modificarían el certificado de defunción, alegando la presencia de un virus que requeriría ser cremada de inmediato. Entregarían a la familia las cenizas, y nadie se enteraría.
Subieron al coche de Manuel, y se dirigieron a uno de los asentamientos de indigentes más grandes de la ciudad, donde la gente desaparecía a diario y a nadie parecía importarle. Divisaron a la sustituta: la mujer que hurgaba entre la basura encajaba con el perfil: piel morena clara, entre 50 y 60 años, complexión media, máximo 1,65 centímetros de estatura, cabello rizado.
Saúl y Manuel se miraron; después de esto no habría retorno. Con engaños subieron a la mujer al carro, donde la asfixiaron. Condujeron de regreso a la morgue, lavaron y colocaron el cadáver de la indigente en la bolsa y cerraron el gabinete.
El plan funcionó; nadie notó que el cuerpo que estaba ahí no era el de la señora Domínguez. El crematorio recibió los restos y los incineró. Sin embargo, la pesadilla apenas comenzaba.
El secreto que habían jurado no revelar estaba comiéndoselos por dentro. Manuel le había confiado a Saúl que desde ese día no había podido dormir más de un par de horas, pues la voz de una mujer que lo alentaba a suicidarse lo mantenía despierto.
Dos meses después, Saúl recibió la llamada de la hermana de Manuel, quien le informaba que su amigo había fallecido. Aparentemente, había saltado de la ventana de su departamento en el quinto piso.
Eran las tres de la mañana cuando regresó a su casa del velorio; se sentía destrozado, culpable y ansioso. No podía lidiar sobrio con eso, así que fue directo al refrigerador por una cerveza, o dos, las que necesitara para adormecer ese dolor. Después de terminarse el six pack, subió a tumbos las escaleras, abrió la puerta de su cuarto y ahí, sentada en la cama, estaba la señora Domínguez con un cuchillo en la mano.
Lejos de sentir temor, una sensación de alivio lo recorrió.
Al menos ahora sabía dónde estaba el cuerpo de la señora Domínguez.