La sombra

Tamara Acosta

Hannah

Todo empezó con una invitación a una fiesta en el local de moda. Mis amigas insistieron en ir y, aunque yo no era mucho de salir, pensé que por un día no iba a morirme. Qué equivocada estaba…

Me encontraba bailando en la pista; había bebido bastante y consumido droga. Me lo estaba pasando bien. Pusieron nuestra canción, y nos pusimos a saltar como locas, poseídas por la falsa alegría que proporciona el LSD. Iván me miraba fijamente desde la barra, y adiviné cómo acabaríamos la noche.

De repente, noté un leve pinchazo en el costado; al girarme, no vi nada raro ni a nadie  fuera de lugar, así que pensé que habría sido una alucinación.

Lo siguiente que recuerdo es despertarme en la oscuridad, amordazada y atada a una silla. El pánico atravesó todo mi cuerpo en cuestión de un segundo. Me dolía la cabeza y me sentía muy débil. No conseguía recordar nada más allá de la pista de baile. Intenté sin éxito deshacer los nudos; grité logrando emitir tan solo unos ruiditos lastimeros, pero nadie parecía escucharme.

Recuerdo el miedo que sentí la primera vez que escuché cómo alguien abría la puerta. No tenía ni idea de cuántas horas llevaba encerrada. Pensé que quizás venían a liberarme, pero enseguida entendí que no era así.

Una sombra se deslizó por la oscuridad con una linterna en la mano. Por lo que pude ver, la habitación donde me encontraba estaba completamente vacía. La sombra llevaba una máscara horrible en la cabeza. Me volvía loca no saber quién me estaba haciendo eso. Intenté gritar y hacerle las preguntas que me atormentaban, pero fue inútil.

En todas las visitas que me hacía, notaba el mismo pinchazo que había sentido en la discoteca, para acabar sumiéndome en la total oscuridad de nuevo, sin saber lo que me ocurría todo ese tiempo en el que no estaba despierta.

La sombra

Ahí estaba, en medio de la pista, con ese disfraz de Halloween provocativo y contoneándose para que todos la mirasen. De esa noche no pasaba. Tenía que darle su merecido.

Todo estaba saliendo según lo planeado; esas estúpidas iban tan drogadas que ni siquiera me preguntaron dónde me la llevaba. Bastó decirles que salíamos a tomar aire, y se olvidaron de ella.

Me estaba resultando de lo más sencillo; mi plan era matarla rápidamente y abandonar su cuerpo en el bosque como había visto en tantas series y leído en tantos libros pero, al verla tan indefensa en la parte trasera de mi coche, sentí que la muerte era demasiado simple. Quería hacerla sufrir mucho más, un dolor profundo, equivalente al que ella me había causado a mí. Y quería disfrutar con ello.

La dosis que le había administrado duraría unas horas más, así que decidí llevármela a mi casa de campo, donde nadie nos molestaría. Era el escondite perfecto para jugar un rato con ella antes de matarla. Tenía la adrenalina por las nubes; nunca me había sentido tan bien. Tuve que improvisar el sitio donde encerrarla, amordazarla y atarla a una silla. Apagué la luz, cerré con llave y me tumbé en el sofá con una felicidad inexplicable. Tuve un sueño reparador, que duró unas cuantas horas, hasta que unos gemidos desoladores me despertaron y caí en la cuenta de dónde estaba. Sus lamentos no me provocaron pena, sino al revés. Y volví a dormirme con esa hermosa melodía de fondo.

Con los días me acostumbré a tenerla cautiva. Estaba a mi total disposición, y eso me hacía sentir un poder incalculable. Decidí esperar un poco más para matarla.

Cuando entraba a verla, veía el terror en sus ojos, y eso me enganchaba cada día más.

Todo iba de maravilla hasta aquel día. Me confié demasiado. Pero la chica ya llevaba mucho tiempo sin comer; corría el riesgo de morir desnutrida, y esos no eran los planes que yo tenía en mente: eran mucho peores.

La sombra y Hannah

Aquel día, la sombra entró y cerró con llave. Le puso a la cautiva un plato de comida en las piernas. Le desató las manos y le quitó la mordaza. La chica seguía atada por los pies a la silla, así que no había riesgo de huida. Tenía un aspecto espantoso. Ya no tenía fuerzas ni para hablar. Miraba fijamente a la sombra como si pudiese atravesar la máscara. La corroía el no saber quién había detrás y qué era lo que hacía con ella cuando la dormía. A su vez, a la sombra le encantaba mirarla fijamente a los ojos y ver el terror que se dibujaba en estos. Era lo que más la excitaba. Durante ese cruce de miradas, la sombra se despistó. Fue cuestión de un segundo. La chica sacó fuerzas de flaqueza, se estiró como pudo y, en un movimiento rápido, le arrancó la máscara, dejando ver unos largos cabellos color fuego, que cayeron como una cascada.

Los ojos de la cautiva pasaron del terror a la incredulidad. No podía creer lo que estaban viendo. La persona que tenía delante. No podía ser. «¿Cómo has podido hacerme esto tú?».