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La sombra | Sandy Manrique

Es verano. Pero qué importa si tu sombra no está aquí. Estás solo. Amaneces solo. Duermes  solo. Esta mañana, en la cama, miraste las punta de tus dedos saliendo por dos hoyos en el calcetín. El detalle podría hacer reír a cualquiera, pero no había nadie con quien compartir las. puntadas. 

 

Una débil sonrisa acompaña tus ojos caídos. Quisieras refrescarte en la ducha;  pero solo tienes energía para arrimarte a la cafetera y preparar una taza con doble carga. Sentado, parecieras seguir siendo tú, con la mente clara. Te miras en fotografías vistiendo traje, rodeado por tu antiguo equipo de trabajo. Ahora no reúnes fuerza ni para rasurarte. 

 

En este encierro recuerdas a tu sombra. La descubriste cuando eras niño.  Parecía surgir de tus pies y se extendía sobre el tronco de  la haya que habitaba el patio trasero. Los mejores momentos de tu niñez lo pasaste sentado a su lado en la Barranca del Muerto. En la hondonada era el único espacio donde podías mantenerte callado. Extendías la mirada sobre tu sombra sin pedirle nada, sin acotar nada. Tu sombra se mantenía quieta. Daba espacio, permitía claridad. 

 

Fue en ese oscuro despeñadero cuando empezaste a diseñar tu vida futura. La construiste  de a poco, como si fuera con piezas de lego, hasta formar una torre inmensa que alcanzaba las nubes. Tu sombra te acompañaba, en lo que ambos pensaban, era un juego. Con cejas fruncidas y la nariz pensativa, tu sombra te miraba recelosa, entendiendo que tenías el tesón para convertir tus sueños en  realidad.

 

El día que pusieron la última pieza en la torre de los sueños, respiraste aliviado. Hubieses querido estrechar a tu sombra, agradecerle por siempre estar contigo, pero se trataba de fijar la atención en otro campos y seguirse moviendo.Ya regresarías a ella. Pero no volviste. Algo salió mal y ella desapareció de tu  lado.

 

En tu inmovilidad, cierras los ojos y visualizas la Barranca del Muerto. En ese estado de ensoñación podías verte a ti mismo caminando de nuevo. Luego del accidente que te dejó en coma estás imposibilitado de por vida. 

 

Has invertido la última parte de tus ahorros en un dispositivo móvil con el que podrás salir de paseo. Este día  te has atrevido a mover tu cuerpo.  Te ruedas, pero esa es una palabra muy ambiciosa para describir el esfuerzo reptiliano que debes hacer para poner tu cuerpo en la silla y salir al jardín. Antes salir al jardín de tu casa te parecía ridículo, ahora era una odisea, un maratón, una conquista. 

 

Y aquí estabas montado en la silla en medio de la canícula, con el sol queriendo adentrarse en tus cabellos. Con los ojos entrecerrados buscas a tu compañera, a tu recuerdo, a una extensión de ti que cualquiera tomaría por sentado. La llamas, le pides que vuelva, pero no la ves. 

 

En un giro sarcástico, el calor que te hacía pleno, ahora te aplasta. Te preguntas si debiste quedarte bajo techo. Igual, clavas tu mirada en el sol que extiende sus flamas y lacera tus mejillas. El sueño es demasiado, quisieras dejarte ir. Tus órbitas empiezan a girar sin descanso hasta que se detienen. Quisieras arrancarte  la piel, voltearla como si fuera de látex, pero no tienes fuerza.

 

La canción “Symphony of destruction» electriza tu mente cuando, en un atisbo, notas que ha regresado. Ahí está, retorcida bajo las ruedas de tu silla. Con la dignidad pisada. Y le tiendes la mano, es una pena no poder agacharte. La llamas  con tu mano derecha, pero no puede incorporarse. “Vamos” le dices “esfuérzate”

 

Se desliza aún  más lejos de ti, no porque lo desee. Le sigues mirando, la quieres ayudar, pero no puedes. Le dices que te da gusto verla, que te disculpe por haberla olvidado, pero estabas construyendo lo que ambos planearon para ti. Y al final todo se había ido al carajo, el trabajo y la gente que supuestamente te quería. Así te quedaste dormido al aire libre, con la boca entreabierta y el cuello tenso. 

 

La siguiente mañana, cuando te despertaste, tu sombra seguía ahí, en el suelo, en silencio, maltrecha. Inextricablemente adherida a ti.

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