La máscara de Pierrot

Gonzalo Tessainer

La sala en la que te encuentras no se caracteriza por la impersonalidad de su decoración. No hay dos sillas separadas por una mesa, ni tampoco una lámpara que con inclemencia enfoca tu cara esperando a que confieses tus delitos. Sin embargo, la habitación en la que estás la conoces a la perfección. El color de las paredes lo elegiste tú; las fundas de los cojines del sofá las conseguiste en aquel mercadillo en el que la felicidad empezó a despedirse de tu vida; y los muebles los compraste esa mañana en la que el sol alumbró tu rostro, dotándote de un brillo con fecha de caducidad. A pesar de ello, esas cuatro paredes van a convertirse en la sala de interrogaciones de tu vida. 

Te desplomas en la butaca que está junto a la ventana y, dejándote envolver por el silencio, cierras los ojos. Cuando los abres, un rostro familiar se encuentra frente a ti. Sus rasgos son iguales que los tuyos, pero sin las arrugas que en la actualidad decoran tu cara. Su pelo es del mismo tono, aunque las entradas que denotan la pérdida de cabello son inexistentes en él. Sus manos tienen la misma robustez que las tuyas, con la diferencia de que en uno de sus dedos hay un anillo de compromiso. Esa persona a la que observas se trata de alguien que conoces y, sin darte cuenta, casi lo has desterrado de tu memoria. 

Fijas tu mirada en sus ojos, y vuestras pupilas comienzan a hablar. Las tuyas piden clemencia, y las suyas reclaman explicaciones. Las tuyas manifiestan excusas mientras que las suyas están cargadas de preguntas. Las tuyas buscan justificación a la vez que las suyas ansían honestidad.  En definitiva, las tuyas intentan ocultar la verdad que las suyas demandan. 

—¿Cuándo ocurrió todo? —pregunta el Bruno del pasado.

—No sé de qué estás hablando —respondes siendo incapaz de mantener la mirada en un punto fijo.

—Bruno, parece que no has aprendido nada a lo largo de tu vida. Creí que la mentira había dejado de ser el estandarte de tus días. 

 —¡He dicho que no sé nada! ¡Además, no existes! ¡Eres una proyección de mi mente!

 —¿De verdad me consideras eso? —pregunta el Bruno del pasado mientras coge tu mano y la acerca a su cara—. ¿Ves? ¡Soy real!

 —¡Basta! —gritas alejándote—. ¿Qué quieres de mí?

  —Quiero valentía. Necesito que afrontes la verdad de tu pasado para que este deje de torturarnos. —Observas el anillo de su mano izquierda, y las lágrimas vidrian tu mirada—. ¿Lo recuerdas? ¿Ya has tirado el tuyo?

 —¡Está bien! ¡No sé cuándo ocurrió exactamente! ¡Simplemente sucedió! —Paras tu discurso y coges aliento—. Cuando creí que la felicidad había hecho una parada perenne en mi vida, no fui capaz de darme cuenta de que llevaba puesto un disfraz de pierrot. Me dejé embaucar por su forzado encanto, e hizo que creyera que su presencia en mis días era su cometido, y no un favor que hay que corresponder. Cuando quise darme cuenta, su disfraz se deshilachó y, al quitarse la máscara, pude ver su rostro: el rostro del egoísmo. Una careta que tomé prestada y destruyó lo que más quería, sin tener en cuenta las consecuencias de mis acciones.

—No has respondido a la pregunta… —dice el Bruno del pasado señalando su anillo.

—¡Lo sé! No supe apreciar su compañía. Daba por hecho que estaría siempre a mi lado, pero una vez más me equivoqué. Se hartó de mi actitud y, simplemente, se fue… Como tantos otros. Ese anillo está guardado en un cajón bajo llave para que no se escape el recuerdo de esa persona que me dio tanto. —Sollozas.

En ese momento, el Bruno del pasado pone una máscara sobre tus piernas.

—¡Gracias por tu sinceridad! Te pido un último favor: coge esta careta de pierrot y guárdala en el mismo cajón donde se encuentra el anillo, pero ten en cuenta que no hay espacio para los dos objetos. Tú decides cuál es el que quieres mantener bajo llave. 

La imagen de tu yo del pasado se desvanece y, decidido, abres el cajón que ha estado cerrado durante muchos años. Sostienes los dos objetos con ambas manos; los observas, y sueltas uno de estos. Vuelves a cerrar el cajón; tiras la llave por la ventana y guardas el anillo en un bolsillo de tu pantalón, con el convencimiento de que la felicidad tiene un disfraz que debe ir tejiendo uno mismo.