Silvina Brizuela

La huída

¿Que cómo encontré el hueco? Fue el mismo día en que llegó Frau Nina al orfanato. Hacía frío, y nevaba. Nos habían pedido que ordenáramos nuestro cuarto, que hiciéramos las camas de manera correcta, pues la misma Olguita iría a auditar nuestros trabajos. Con solo escuchar su nombre, se me eriza la piel. Claro, nadie pensaría que una bruja tan mala como el mismísimo Satanás, tuviera el dulce nombre de “Olguita”. Pero sí, esa vieja nos tenía cortitos, y nos maltrataba, sí señor, nos maltrataba, porque andar pegándonos en las piernas huesudas a un grupo de chiquillos abandonados, solo por el gusto de andar pegándonos, eso es maltrato, no me diga que no, oficial. Tome nota, eso es violencia física. Lo sé porque así me explicó el juez cuando se llevaron a mi padre detenido, después de la última paliza que me dio, luego de matar a mi mamá a los golpes. 

¿Que vuelva a la historia del hueco? Bueno, sí, disculpe, oficial. Olga iba a supervisar los cuartos y, para evitar quejas, me metí debajo de la cama para limpiar bien. Encontré mucho polvo, una media sucia, una cuchara de plástico, y una pelotita de esas que rebotan mucho. Con un trapo húmedo froté cada rincón del piso, baldosa por baldosa, hasta que quedaron impecables y brillantes. En un momento, un hilo de aire helado surcó mis mejillas, como un tenue soplo, que atravesaba los zócalos de la pared, justo atrás de mi cama. Busqué el orificio para confirmar, y sí, oficial, lo encontré. Era un agujero minúsculo por el que no sólo entraba el chiflete fresco, sino también un hilo de luz blanca. Enrollé el trapo húmedo y metí la punta en el huequito y, para mi sorpresa, fácilmente se agrandó para dejar entrar más aire y más luz. Me obsesioné. Quise saber qué había del otro lado, tal vez una salida, un escape de ese lugar tan triste y oscuro. 

Al cabo de un rato agrandando con mis uñas el pequeño agujero, escuché el taconeo de Olguita, y los chicos correteando hacia el cuarto. Cubrí el hueco con el trapo sucio y me incorporé al lado de la cama. Mis pelos revueltos y la capa gris de polvo sobre mi ropa, llamaron la atención de la bruja quien me preguntó qué había hecho para ensuciarme así. No logré ensayar una rápida respuesta, y a ella no le importó. Me agarró de los pelos y, mirándome con sus ojos amenazantes y moviendo esa boca enorme de labios gruesos dijo “Te vas a limpiar ahora, y te comportas como corresponde, Aguilar. Si te mandas una de las tuyas, te las verás conmigo”. Apenas me soltó los pelos, me fui a sacudir el polvo, me lavé la cara y las manos, y me peiné. 

Acababa de oscurecer cuando entró la nueva directora al hall. Nos observó de pies a cabeza, uno por uno, estampada la misma sonrisa falsa de quienes regentean ese lugar espantoso. Luego habló, pero no me pregunte qué dijo, porque no presté atención. En mi cabeza, solo pensaba en el hueco de la pared, el aire fresco y la luz blanca deslizándose a través de él, como una minúscula esperanza que crecía en mi con el paso de los minutos. 

Esperé ansioso el manto protector de la noche, cuando mis compañeros dormían profundamente, para meterme otra vez debajo de la cama, con mi trapito, y una cuchara, que usaría para agrandar el hoyo. Para cuando empezó a despuntar el alba, mi hueco tenía el tamaño de mi cabeza. La claridad entraba arrolladora y cautivante, aunque no pude distinguir lo que había del otro lado. Me desesperé. Sabía que Olguita llegaría en cualquier momento para despertarnos, así que giré mi cuerpo y empecé a romper la pared con los pies, con tanta desesperación que, al cabo de unos minutos, pude meter mi cabeza, mis hombros, y crucé. 

Del otro lado, oficial, me esperaba la libertad, una alfombra verde y húmeda bajo mis pies descalzos, un sol que calentaba mis mejillas, el aire fresco y puro. Corrí varios metros, en dirección a unos pinos que distinguí a lo lejos. Solo cuando estuve a punto de alcanzarlos, noté la presencia de mis compañeros siguiéndome. Así empezó la huida.