La excursión

JL Rivas

 Lucas preparó sus arreos de pesca por la noche para no perder tiempo al despertarse. Su padre le había prometido una excursión por los lagos y debía  estar listo para cuando llegara. La idea de pasar el día con él lo llenaba de excitación. Revisó una vez más la caña, la caja con los riles, los anzuelos, las moscas que había confeccionado con esmero y que ahora podría estrenar.

    Lucas tenía nueve años. Sus padres se habían divorciado hacía tres, por motivos que no comprendía. Su madre, con quien vivía, intentó explicárselo varias veces, pero Lucas no quería razones. Quería que a los actos del colegio acudieran ambos, como sucedía con sus compañeros.

    Los nervios lo acompañaron toda la noche. Tuvo un sueño en el que un monstruo salía de las aguas del lago y se lanzaba sobre su padre. Lucas cogía un remo que se convertía en lanza y atravesaba al gigante en la garganta. Su padre había estado en peligro, pero él lo había salvado. Despertó presa de agitación, y ya no pudo dormir. Se quedó mirando el camino desde la ventana de su cuarto hasta que vio aparecer los faros de la camioneta. Antes de salir, vio a su madre bajar la escalera. Alcanzó a despedirse con un beso en la mejilla, y salió corriendo.

    Amanecía cuando cogieron la carretera. Durante varios  minutos ninguno de los dos habló, como si no encontraran las palabras. A Lucas le hubiera gustado decirle a su padre que lo quería más que a nadie en el mundo, pero un nudo en la garganta se lo impedía. Hasta que cruzaron una mirada de complicidad, y entonces rieron como dos chiquillos. “¡Allá vamos —pensó Lucas—, el mundo es nuestro y nada nos detendrá!”.

    Más tarde, en el bote, lanzando la línea hacia las orillas, donde solían estar las truchas, Lucas cobró tres piezas y su padre, una. Al atardecer, la belleza de la puesta de sol les impuso silencio; solo se oía el ronroneo del motor de la lancha. Su padre le pasó un brazo por el hombro. Las palabras no hacían falta: el amor de un padre y un hijo las había superado.