La despedida

Thelma Moore

Mario Cruz abrió lentamente y con pesadez los ojos.  No sabía con exactitud la hora, pero presumió que eran más de las doce de la noche porque se le estaba pasando el efecto de la morfina, y empezaba a sentir los piquetes de dolor en el vientre que después se le extenderían a la columna vertebral. Odiaba la morfina, pero no existía alguna alternativa para poder permanecer en este mundo un poco más de tiempo.

En un momento, percibió una sombra que se desplazaba flotando desde la puerta de su recámara hasta los pies de su cama.  Al principio pensó que alucinaba, pero la presencia era tan intensa que percibió a un ser cuyos ojos hundidos y penetrantes le hicieron retomar plena conciencia, como cuando estaba bueno y sano.

Tal aparición, no supo por qué, no le dio temor, sino más bien curiosidad. No lo asombró cuando una voz de ultratumba, proveniente de aquel bulto, lo alcanzó.

─¿Cóóóómo tee sieentees?

─¿Quién eres?

─Te hiiice unaa preguntaaaa ─le espetó─. Noo seee necesita ser adivinooo para sabeer quiéen sooy, daaado tu eeestado fíísiico.

Mario se ofendió ante tal atrevimiento.

─Así y todo ─le respondió envalentonado─, ¿¡a ti qué te va o qué te viene!?

─Miira, noo tee poongaaas een esee plaaan, porqueee ahorita mismooo te lleevo.

Mario sintió que el dolor volvía a morderle las entrañas, y la falta de oxígeno le hizo difícil contestar.  Fue entonces cuando se dio cuenta de con quién estaba hablando, y recapacitó. Apretó la bombita para recibir más droga y le respondió en tono conciliador:

─Bueno, no es para tanto; no puedo viajar ahora. Quiero esperar a mi hijo, que llegará mañana.

La sombra se dobló hacia él, y le dijo en tono burlón:

─¿Meee eestás pidieendo uun faavor, Maariooo?

─Tómalo como quieras, pero yo no me puedo ir ahora: tengo un motivo muy importante para quedarme un poco más.

─¿Yyy… quéé mee ofreecees aa cambiiio?

─Seré el más obediente de tus viajeros.

No recibió respuesta; solo vio la sombra flotar hacia la puerta.

Cuando despertó por la mañana, no sabía si había soñado o si realmente había visto la aparición.  Al fin, se autoconvenció de esto último.

Su estado se agravó: hervía en temperatura y deliraba.  Preguntaba una y otra vez: «Mi hijo, Arturo, ¿cuándo llega?».  En sus momentos de lucidez, le demandaba a su esposa que le dijera la hora de llegada de su hijo. Estando delirante o despierto, le carcomía la posibilidad de no poder hablar con su hijo antes de irse.

Por fin, al oscurecer, se abrió la puerta, y apareció Arturo.  En su mirada se percibía angustia.  

La hora de la verdad, tan temida por años, estaba ahí.  Tendría que explicarle a su hijo el peor crimen cometido en su vida.  Al acercarse Arturo, Mario se acobardó pero, haciendo uso de su fuerza de voluntad, le refirió:

─Hijo, Arturo, sabes que te quiero como a nadie en el mundo y, tal vez lo que te voy a revelar te separará de mí para siempre pero, aun así, lo debes saber. —Arturo, intrigado, se acercó todavía más para alcanzar a oír la voz empequeñecida de Mario.  Este le siguió narrando—:  A ti y a tu madre les he mentido toda la vida y, de paso, he dañado la existencia de otra mujer víctima de mi hecho.  Sabes que tu madre no pudo tener hijos y sufría mucho por ello.  Yo la adoro y no soportaba verla padecer tanto, así que un día se me presentó la oportunidad de arrebatarte del seno de tu verdadera madre. A mi esposa le dije que fue un milagro el haberte encontrado y estaba tan feliz que no me cuestionó.

Arturo no daba crédito a lo que escuchaba. Empalideció y se alejó de su padre como si fuera una víbora ponzoñosa. Mario solo vio las amplias espaldas de su muchacho alejarse, y las lágrimas rodaron incontenibles por su cara.

Esa noche, Mario se agravó. Se autocastigó y no se administró morfina; se revolcaba de dolor cuando escuchó:

─Maaaario, veeengo poor tiiii.

─Mario sintió el desprendimiento y, al mismo tiempo, una sensación de paz indolora lo inundó.