La conquista del mar
Alda Gómez
En Teignmouth hay una cuesta sencilla desde donde se divisa la zona costera del pueblo: el beso de las aguas a la gran playa de arenas rojizas, los rústicos balaústres de madera que separan tramos de mar, el hermoso embarcadero con su aire victoriano (que entra en las profundidades con sus garras afiladas de hierro fundido), las elegantes torres de la iglesia unitaria y la de Saint Michael y, por fin, en la distancia, el rojizo e imponente acantilado del Ness, antiguo escondite de contrabandistas y de piratas.
Ben tomó a Marta de la mano y se dispuso a conducirla hacia la parte superior de aquella pendiente para que se encontrase de frente con la belleza de la localidad. Quería enamorar a Marta con sus encantos masculinos: su roast beef, su humor ligero, sus atenciones sin desmesura, su escuchar atento… Pretendía que aquella vista paradisíaca la ayudase. Por desgracia, no contaba con otros atractivos: era bajito, barrigudo, algo calvo; tenía unas gafas sosas y la voz de pito. A ello había que sumarle su gran timidez. Tampoco el pueblo daba más de sí: para acceder al declive en cuestión, tendrían que cruzar una calle bulliciosa, toparse con el feo aparcamiento e ignorar los contenedores de reciclaje. Pero habría que intentarlo. Marta había comenzado a esquivarlo, y aquello no pintaba bien. Aquel día sería decisivo para conquistarla. Por eso hasta el más mínimo detalle era de la máxima importancia.
Marta dejó que su mano se deslizase en la de Ben, temerosa. Había accedido a aquel encuentro porque Chloe se había empeñado. Su mejor amiga la había convencido de que no perdía nada con una última cita y de que ir a casa de Ben sería verlo en su propio elemento, conocerlo de verdad. Marta y Ben habían coincidido en una fiesta tres semanas antes y se habían enzarzado en la más interesante de las conversaciones sobre células solares. Aquella fue la única ocasión en la que Marta se sintió atraída por los ojos despistados de Ben. No es que ella fuese una belleza: bajita, con gafas a lo Harry Potter, vientre prominente, pelo rizado y rebelde, ojos demasiado pequeños (pero al menos era resultona). Le había fascinado el saber de Ben, pero de aquello a lo otro había un gran paso que no se veía dando. Tras dos citas con sendos cafés, con evitamiento de restaurantes y de otro tipo de sugerencias (y, por supuesto, sin ningún contacto físico), Marta había accedido a aquel día juntos, dispuesta a poner fin de una vez por todas a aquella incómoda e incipiente relación.
Ben callaba, y la conducía por aquellas calles con seguridad, pero también con nerviosismo. Marta sentía el corazón latirle con intensidad. Se había sorprendido pasando una de las mejores mañanas de su vida. Ben era sencillo, acogedor, atento. Había cocinado una ternera asada deliciosa; habían comentado detalles insignificantes sobre sus vidas y se habían reído sin cesar. Hacía muchos años que Marta no se sentía tan a gusto con nadie. Se acercó un poco a Ben y le apretó la mano.
Él notó aquel gesto leve, y sus nervios se incrementaron. Tropezó con una piedra, y a punto estuvo de caerse y llevarse consigo a Marta al suelo. Esta se liberó de su mano, confusa. Paso en falso. Ben tendría que volver a ganar terreno, o la perdería. “Teignmouth, ayúdame”, pensó, o el equivalente en su nativo inglés. Llegaron a lo alto de la cuesta y se giró hacia Marta para observar su reacción. Vio cómo de los ojos de Marta asomaban dos lágrimas. Pensó que había metido la pata.
— ¿Estás bien? —titubeó.
— Sí, sí, es que esto es tan hermoso… —contestó Marta, fundiendo su mirada en la de él.
A Ben le comenzaron a sudar las manos: Marta estaba emocionada; el plan de conquista había funcionado. Ahora tenía que sellar la victoria: debía besarla. La miró con una mezcla de miedo y excitación; se le acercó despacio, con estudiada mesura, y acercó su boca a la de ella. Marta sintió aquel roce con curiosidad y con algo de miedo. Luego su boca tomó el control y se entregó por completo a aquel beso.