Jueves

Ana Isabel Pozo

Dicen que estamos hechos de recuerdos, que nos agarramos a estos en los momentos malos, y son los que luego intentamos no recordar.

De mi padre no tengo grandes recuerdos. Algún  sábado en la casa de campo, siempre los tres como una familia feliz. Una felicidad que duraba unas horas y cada siete días. El día elegido era los jueves. 

Aun así, he tenido una infancia feliz, sin grandes traumas. Viviendo con tres mujeres, dos generaciones, yo (la tercera) viví entre algodones, protegida, pero dejando que me equivocara para aprender. 

Un día estaba trabajando a destajo, concentrada en la pantalla llena de números, cuando el móvil empezó a vibrar. Ni siquiera me fijé en que era el mío personal, y descolgué sin ningún entusiasmo. 

—Sí, dígame.

—Buenos días,  ¿Amelia Fernandez?

—Sí, soy yo, dígame.

—Mira, tú no me conoces, pero yo a ti sí. Te llamo porque tu padre… tu padre… ha fallecido. 

—Perdona, ¿cómo dices?

Sufrió un infarto hace dos semanas. Lo siento. 

¿Mi padre? ¿Muerto? No era demasiada información, pero era desconcertante. Mi padre, del que hacía dos años que no sabía nada, había muerto. 

—Perdona, pero ¿quién eres?, ¿su abogada? 

—Soy una persona que ha estado muy cercana a él los últimos años… de verdad, lo siento. 

—Pero ¿dónde está ahora? ¿En qué hospital?

—Me temo que murió la semana pasada. Sus hijos lo han enterrado en el cementerio de Guadalajara.

Vaya, sus hijos,  mis hermanastros, aquellos que no quisieron saber nada de mí por ser hija ilegitima. Siempre me imaginaba en algún programa de audiencia reencontrándome con ellos entre lágrimas y aplausos. Nunca llegó ese día; mi padre me había dicho que renegaban de mí, que preferían mantenerse al margen de su infidelidad.

—Gracias por avisarme —dije con la  voz rota. 

—Nada, Amelia, siento ser yo quien te dé la noticia. Ojalá pudiera decirte más. 




Según colgué la llamada, quizás por instinto, busqué la dirección del cementerio de Guadalajara. Llamé a mi marido para contárselo y decirle que recogiera a la niña y cogí el coche. 

Por el camino me acordé de mi madre, y me rompí. Aquella mujer me había criado prácticamente sola porque mi padre no había tenido el coraje de dejar a su familia por el amor de su vida. Como supe después, su mujer, ante la posible huida de su marido, encendió el gas junto a sus hijos aún pequeños, y solo los salvó el fino olfato del vecino y la llamada que había hecho a los guardias del pueblo. Mi madre dijo que mi padre había intentado salvar a sus hijos y que lo había conseguido a medias, y lloró. Nunca volví a preguntar.

Una vez que llegué al cementerio, el señor de la garita me dio un montón de indicaciones, que intenté memorizar entre tanto bloqueo mental. 

Y, entonces, lo vi. Una lápida, tres nombres, por cuyos apellidos deduje que eran mis abuelos. 

Fue entonces cuando me vine abajo: aquellos pequeños recuerdos, siempre felices, surgieron en mi mente, y me atormentó pensar todo lo que no había podido disfrutar con él. Ni siquiera sabía que, de parte mía, también tenía una nieta, mientras con otros pasaba todos los veranos. 

 De repente, apareció de la nada una mujer de pelo oscuro como mi madre. Parecía encorvada como dolorida, y con las manos cruzadas hacia la espalda como si llevara una camisa de fuerza. Me dio una sensación de como si me estuviera esperando y de que la conocía.

Debió sentir mi presencia y se giró. Se le heló la mirada, manteniendo los ojos muy abiertos, como si yo fuera la muerta. 

—Tú debes de ser Amelia. 

—Sí, ¿quién eres? 

Vengo todos los días a ponerle flores. Cuido de él. Todo lo que no pude cuidar de ti. 

No entiendo qué quieres decir. 

En silencio, sin apartar la mirada, se levantó la manga del brazo derecho, donde tenía una especie de tatuaje  hecho con cicatrices que decía: “AMELIA”. Dos enfermeros la vigilaban desde la lápida de atrás.

Solo entonces, entre tanto desconcierto, una cosa cuadraba: ese día también era jueves.