Sandy Manrique

Invisible

En casa nadie se ocupaba de mí.  Madre no preparaba el desayuno ni preguntaba por mis deberes. Padre siempre estaba en el trabajo, estoy seguro que perdía tiempo para no regresar a casa y escuchar los reclamos de madre.  Sus noches eran para discutir. Yo me iba al sótano, escuchaba “Fortunate son” de Creedence a todo volumen.

 

La actitud de ambos me venía bien. Entre más oculto  estuviera, mejor. Ser invisible me acomodaba ¿saben? Así podía pasar en medio de los demás sin que me notaran, hacer lo que me placía, obedecer solo a mis deseos. A nadie importaba.

 

Lo curioso fue que alguien empezó a importarme a mí. La vi cuando iniciamos el ciclo escolar. Me sorprendió su parecido a un ánime, su piel blanca, cintura breve y su cabello negro. Su voz era como un timbal que rompía la monotonía de mis días escolares. 

 

Se llamaba Inés. A veces se quedaba mirando por la ventana durante las clases. Yo hubiese  querido que regresara a mirarme, atraerla conmigo hasta ese pozo profundo de pensamientos en lo que no habría nada externo que nos interrumpiera, pero no había respuesta. 

 

El lunes ella pasó al frente para exponer algo, algo que no escuché. Estaba distraído con sus pestañas magnas y sus labios que me provocaban. Ese día  la maestra creó equipos de dos para hacer una tarea y, coincidencias, me tocó con ella. “Es mejor que trabajemos durante el recreo” me dijo y yo estuve de acuerdo. 

 

Ese mismo día tuve que lidiar con  los idiotas que  dijeron que estaba enamorado de Inés. Los ignoré, les grité que Inés ni si quiera me gustaba. Ella subió su barbilla y se puso muy seria. Trabajábamos en el proyecto, ella hacía la mayor parte, por algo estaba en el cuadro de honor mientras yo me la pasaba en la dirección por problemas de conducta. 

 

Cuando presentamos el proyecto frente al grupo nos fue muy bien. La maestra nos felicitó y yo me sentí como si acabara de ganar una reta de Call of Duty. Ese día le pregunté si podía acompañarla a su casa. Ella asintió, caminó a mi lado sin decirme nada, me pregunté si eso era buena señal.  Yo  habría querido decirle lo bonita que era, pero no supe cómo  y también me quedé mudo. Quizá éramos más parecidos de lo que pensaba.

 

Regresé a casa para escribir su nombre en un lugar secreto de mi cuarto. Soñé con ella, la dibujé con mis dedos. Rocé  cada una de sus líneas, recordándola perfecta. También me toqué imaginando que la tenía entre mis brazos.  ¿Era eso a lo que llamaban amor? Luego de fantasear con ella un tiempo largo, le escribí una carta, ahí le preguntaba si quería ser mi novia. 

 

No pude dormir por la urgencia que tenía de entregarle mi carta . Llegué a la escuela dos horas antes de que abrieran el portón. La esperé en el pasillo por el que Inés caminaba después de bajarse del auto de su madre. Pronto la vi entrar como una brisa fresca. Temblando un poco, le di la carta. Ella, confusa, se quiso ir a la clase. Yo le pedí que me leyera en ese momento. 

 

Inés rasgó el sobre y leyó la carta sin voltear a verme. Luego, me miró a los ojos, nadie me había mirado a los ojos en mucho tiempo. Me dijo que no, que me apreciaba solo como amigo. Se dio la vuelta y siguió caminando con su mochila morada, cuyo color contrastaba con las campánulas que emergían de las rejas escolares. Mi intento de amor se quedó ahí colgado, desdibujado. 

 

Al otro día llegué a la escuela luego de visitar la caja fuerte de padre. Ella trató de esconderse de mí creyendo que iba  pedirle que fuera mi  novia otra vez, pero no, lo único que deseaba era hacerle pagar por el dolor que me había causado

 

“Inés”, le grité y el eco de mi voz  rebotó en los ángulos del patio de la preparatoria. Ella volteó  y yo la miré mientras el tiempo se quedaba suspendido. Hubiera querido  decirle  que no debió haberme rechazado, pero mejor apreté el gatillo, suavemente, en repetidas ocasiones.