Final del trayecto

JL Rivas

No estoy alucinando; lo juro. Hasta hace un instante ella estaba sentada aquí, a mi lado. Y ha desaparecido. Desde que subió al autobús, en la parada del Banco Nación, no pude dejar de mirarla. Era muy joven, de cuerpo menudo y grácil. Lucía sus cabellos dorados recogidos en un extraño peinado. Tenía una rara belleza que atraía poderosamente. 

Intentó pagar su boleto con un billete grande. El conductor refunfuñó un poco y la dejó pasar. Se sentó junto a mí, sonriente, con naturalidad, como si nos conociéramos de siempre. Mi corazón se aceleró anunciándome que algo extraordinario iba a suceder. De cerca, el azul de sus ojos tenía un brillo muy intenso. Y una expresión de paz le iluminaba el rostro. 

No recuerdo cuáles fueron las primeras palabras, pero sí que fue ella quien inició la conversación. Durante todo el trayecto, hasta que pasó lo que pasó, no hablamos del clima ni de cosas sin importancia. Hablamos del amor, de los sueños, del olvido. Parecía leer mis pensamientos. Me preguntó si creía en dioses y en planetas lejanos. Afirmó que se puede viajar al infinito atravesando el tiempo, que todos los seres estamos hechos de la misma materia, que somos como estrellas fugaces. Y de pronto, sin que nada pudiera explicarlo, desapareció. No ha sido un sueño, de eso estoy seguro. Aún siento su presencia y oigo fascinado su voz profunda y cálida.

 Una anciana me pregunta si el asiento está ocupado. “Hay un bolso”, dice. Es el de la joven, lo reconozco ¿Se lo ha olvidado, o será una señal? Me apresuro a cogerlo con la esperanza de que me lleve hasta ella. Me he pasado ya dos paradas, pero no quiero bajarme. Tengo la certeza de que el encanto se rompería, de que todo ocurre dentro del autobús. Desorientado, miro por la ventanilla: es una noche invernal. En la oscuridad del parque, solo quedan algunas parejas de enamorados.

Tengo que encontrarla; en este momento no hay nada más urgente para mí. Nervioso, abro el bolso: un espejo, un estuche de piel con cosméticos, un par de aretes, gafas de sol, dos llaves unidas con una cinta amarilla, una diminuta libreta roja… y un sobre abultado con billetes de quinientos euros. ¡Dios mío, es mucho dinero! 

El sobre me quema en las manos. Ahora tengo otro motivo para encontrarla. Hojeo la libreta roja buscando algún dato, alguna pista. Entre sus páginas, hay un papel doblado con unos versos escritos en letra pequeña. ¡Son mis versos! No puedo creerlo. ¿Cómo los habrá conseguido? Solo dos o tres amigos los conocen y nunca han sido publicados. 

La libreta está vacía, con excepción de algunos signos escritos en columnas, en un lenguaje que no entiendo. Al final hay un número de teléfono, sin nombre alguno. Llamo de inmediato, y me responde una voz de mujer 

—Biblioteca Municipal, buenas noches. —Intentando disimular mi ansiedad, le describo a la muchacha. 

—Por lo que me cuenta —responde—, se trata de la chica rubia que trabajó aquí hasta ayer. Su nombre es Svenka, o algo así. Estaba muy mal, pobrecita; creo que alucinaba. Decía que venía del futuro y que no entendía por qué nos preocupábamos tanto por el tiempo. Ah, y que había tomado dinero de un banco. No dijo robado; dijo tomado porque, según ella, el dinero es de todos. 

—¿Sabe dónde puedo encontrarla? 

—No lo sé; el director llamó al servicio médico y la llevaron a un psiquiátrico. Pero de allí salió sin que nadie la viera, y no se sabe nada de ella. Dicen que todo el tiempo se lo pasaba hablando de unos versos y de un autobús ¡Pobre muchacha! ¿Es usted familiar? 

—Final del trayecto —dice el conductor—. Tiene que bajar.

Misteriosamente, el dinero del bolso ha ido reduciéndose poco a poco; la libreta roja se ha llenado de inscripciones, y el papel con mis versos tiene ahora una textura y perfume desconocidos.

Sin desmayo, todos los días a la misma hora, espero frente al banco y tomo el mismo autobús, con la esperanza de encontrarla. Y escribo versos, porque Svenka los lee; estoy seguro.