Filia numérica
Gonzalo Tessainer
“¡Me pones a cien!” fue la frase que dije antes de que mi anterior pareja y yo nos diéramos el primer beso. Al día siguiente de que nos conociéramos, quedamos para tomar un té en una cafetería cuya tenue luz invitaba más a la conquista que a la degustación de infusiones. Alumbrados por una vela, hablamos de nuestros trabajos (ella, matemática y yo, bibliotecario), de nuestros gustos cinematográficos (ella prefería las películas de acción y yo, las comedias), de nuestras preferencias a la hora de viajar (ella, playa y yo, montaña). Y es que, aunque nuestros gustos eran opuestos, las flechas de Cupido se clavaron en nuestros corazones de manera inmediata. A medida que iban pasando los días, descubrí que su trabajo le fascinaba y que todo lo relacionado con las cifras le suscitaba un gran interés, pero lo que nunca llegué a imaginar fue que un número, en concreto el cien, pusiera fin a nuestra relación.
Me di cuenta de su peculiaridad la tarde en la que su madre nos invitó a merendar en su casa de campo. Tras el café, no pude aguantar mis ganas de fumar y encendí un cigarrillo.
—¡Qué vicio tan malo! —dijo la madre de Eva—. ¡Tienes que dejarlo y ser consciente de lo dañino que es para tu cuerpo!
—Tiene toda la razón pero… —En ese momento sentí la mano de mi novia acariciando mi muslo—… pero es muy difícil!
—¡Lo sé! —volvió a intervenir la madre—. Pero, como médico que soy, te digo que se puede recurrir a la ciencia para conseguirlo.
—¡Bueno, mamá! ¡No atosigues a Adán! Voy a enseñarle la bodega. ¡Ahora volvemos!
Nada más entrar en la estancia, Eva se abalanzó sobre mí y, a pesar del riesgo que suponía, dejé llevarme por el deseo y el morbo de la situación.
Cuando volvimos a estar en compañía de su madre, me encontré en la mesa con un trozo de tarta.
—¡Mira, Adán! La he hecho con las manzanas que dan los árboles que tenemos. ¡Hay cientos!
—¡Guárdanos un trocito para luego, que quiero pasear por la finca con él antes de que anochezca! —dijo Eva agarrando mi mano.
Un centenar de metros más lejos y tras unos matorrales, volvimos a desatar nuestra pasión.
De vuelta a la casa, la madre de Eva estaba acabando de hacer la cena.
—Os quedáis a cenar, ¿verdad?
—Otro día, mami. Ya es un poco tarde y mañana tengo que madrugar.
—¡Qué pena! ¡Con la de comida que he hecho! ¡Es un cargo de conciencia tirar todo esto!
—¡Déjalo! La semana que viene nos quedamos.
Fue montarnos en el coche, avanzar unos metros y, sin llegar a salir del pueblo, Villatempujo, puso el freno de mano y volvió a pisar a fondo el pedal de la lujuria.
Una vez en su apartamento y exhausto de tanta actividad cardiovascular, me desplomé en el sofá.
—Cariño, te quería preguntar una cosa ¿Qué te ha pasado hoy? ¡Estabas descontrolada!
—Debe ser el aire del campo, que me estimula. ¿Acaso no te lo has pasado bien?
—Sí, pero ha llegado un momento en el que me he mareado. A veces la mesura es buena en la vida, y más cuando visitamos a tu madre.
—¡Mira, Adán! ¡Te lo voy a decir! —confesó Eva—. La razón por la que me hice matemática no es porque se me diera bien la asignatura; es porque, cada vez que escucho una palabra que contenga las letras que dan como resultado la cifra de noventa y ocho más dos, me pongo cachonda. ¡No lo puedo controlar!
—¿Estás diciendo que a partir de ahora debo medir mis palabras para evitar que te enciendas y no acabar como un limón exprimido todos los días?
—¿Lo ves? ¡Vamos al dormitorio ahora mismo!
—Eva, no puedo aguantar esta presión y mis riñones tampoco. Lo mejor es que lo dejemos.
—¡No digas bobadas! ¡Quédate esta noche, por favor! ¡Hoy echan mi película favorita y la quiero ver contigo!
—¿Ciento un dálmatas? ¡Me quieres matar! ¡Eres una psicópata! —grité mientras salía por la puerta.
Hoy en día estoy recuperado y he comenzado una nueva relación con una filósofa. Estoy muy cómodo con ella y sé que, si tuviera alguna filia con las letras de algún término relacionado con su profesión, la única palabra que empieza por Platón es platónico, como nuestro amor.