Escala de grises

Gonzalo Tessainer

La luz del sol de octubre me despierta, y la claridad en la habitación revela que ya ha amanecido y, por la intensidad de la luz en mi cuarto, deduzco que el cielo está despejado. Me asomo a la ventana y observo la misma imagen de todos los días: una calle repleta de personas que se dirigen como autómatas a sus trabajos en los que pasarán ocho horas para que, de esta manera, puedan tener un sueldo a final de mes que les permitirá tener la sensación de que están en este mundo por algún motivo. Unos árboles custodian desde la acera los coches que están aparcados y me pregunto de qué color serán sus hojas. Supongo que ya habrán adquirido el tono rojizo que anuncia la llegada del otoño, pero no lo sé. Me doy la vuelta y mis ojos recorren el dormitorio. La colcha de mi cama es gris, los cojines que están sobre ella son grises también. El suelo es más oscuro, de un gris casi negro, y las cortinas son de un gris casi blanco. Todo en mi vida es gris. Todo lo que percibo es de ese color. Todo lo que siento tiene la misma gama cromática.

 –Acromatopsia. Así se llama lo que le sucede –me dijo el oftalmólogo hace unos meses–.Es una anomalía en la visión por la que solo se pueden percibir los colores negro, blanco  y todas las tonalidades del gris. 

 –¿Y a qué se debe? –pregunté. 

–Es una enfermedad congénita y no conozco ningún caso como el suyo. Es decir, que la haya adquirido de un día para otro. 

–¿Pero, hay algún tipo de tratamiento? ¿Podré volver a percibir otros colores?

 –Me temo que no. No obstante, lo consultaré con otros colegas por si conocieran algún otro caso como el suyo. Le mantendré informado.

Pero no fue así. Desde aquel día no recibí más noticias. 

Salgo de mi casa y me uno al ejército de autómatas que invade la calle. Cada paso que doy me acerca más a mi destino. A cada metro que avanzo, veo más próximo el lugar en el que pasaré un tercio de las horas del día en un habitáculo cuya máxima expresión de vida la ofrece la luz de la pantalla de un ordenador. Noto que me falta el aire y decido desviarme de mi habitual trayecto y tomar otra dirección que me conduce hasta un parque. Una vez allí, busco una fuente para refrescarme la cara y dar un trago que hidrate mi garganta irritada por no expresar mis deseos. El sol seca las gotas de mi rostro y, dejando mi maletín en el suelo, me siento en un banco. Observo el paisaje y fijo mi atención en un perro que corre detrás de una pelota.  «¿De qué color será? –pienso–. ¿Roja? ¿Azul? ¿Morada?». Frustrado por no poder saberlo, cierro los ojos y dejo que el aire de ese parque llene mis pulmones. Mi mente viaja hasta un lugar en el que mi voz es escuchada, mis sentimientos pueden ser expresados y mis palabras son tan válidas como las de los demás. Mi pulso se ralentiza y mi corazón deja de sentir las espinas que lo oprimen. Poco a poco comienzo a sentirme libre y, con una sangre llena de esperanza recorriendo mi cuerpo, tomo la decisión más importante de mi vida: comenzar  a vivir sin miedo.

Un ladrido hace que abra los ojos y veo al perro que antes estaba jugando, a mi lado con la pelota entre sus patas para que se la lance.

 –¡Es verde! –exclamo con alegría. 

Alzo la vista y mis ojos se llenan de lágrimas al poder percibir el azul del cielo, el color ocre de las hojas de los árboles y el intenso verde del césped recién cortado. Me levanto del banco y comienzo a andar dejando atrás mi maletín.

–Disculpe –dice la dueña del perro mientras se aproxima a mí–. ¡Espero que no lo haya molestado! ¡Le encanta jugar con todo el mundo!

–¡No se preocupe! ¿Cómo se llama?

–Valor –responde la mujer.

–Muchas gracias, Valor, a partir de ahora tu nombre lo tendré siempre presente en mi vida –le digo al perro mientras le lanzo la pelota.