Enjaulado

Alberto Hidalgo

En cuanto desperté, supe que estaba siendo soñado. A eso atribuí el contorno tan precario al que tuve que habituarme. Una cama, un suelo de tarima y una ventana. Nada más. Ni una puerta vi en la habitación. Quizá fuera más preciso calificar aquello como zulo. Un paramento me resultaba tan borroso que al mirarlo se alejó tantas veces como fue necesario para transformarse en un punto. Como si entre él y yo se generase espacio. Entendí que no era parte del sueño. Me asomé a la ventana y me abrumó el aspecto tan inefable de aquel vacío. Si conociese palabras para describirlo las usaría, si existiese alguna que pudiese dividirse por el infinito. Solo puedo hablar de lo que no había fuera: ni cosa alguna, ni masa, ni aire, ni luz ni tiempo. Nada es una palabra demasiado grande, habría que quitarle cuatro letras y aún sobraría el espacio que ocupó antes de eliminarla.

No encontré cosa alguna que hacer. Los sueños pasan, me dije. Al final el durmiente despierta y el soñado muere, pocas veces este pervive ni en el recuerdo de aquel en el desayuno. Me tumbé en la cama a esperar. Luego dudé si mis reflexiones eran mías o de la persona que me soñaba, o si quizá eran compartidas o delegadas. Concluí que un sueño no merecía una inquietud tan aborrecible, amenazaba con hacerme dormitar en el propio sueño, en una matrioska de sueños con una muchedumbre de soñados soñadores. Temía aparecer sin solución de continuidad en un vaso de agua, ahogado; en una oficina en calzoncillos o friendo una dentadura completa en una sartén: cosas que me aterran. Sospechaba que la realidad era así de efímera, podía transformarse en cualquier momento. Pero no, la realidad de este sueño se limitaba a la cama, el suelo de tarima y la ventana, más un tipo consciente de ser soñado a la espera de no supe muy bien qué, del amanecer, supuse.

 Me sentía vivo. Soñado, sí, pero autónomo. Ya en pie, me acerqué a la ventana. Mi reflejo en el cristal me sobresaltó. Tenía justo el aspecto que me hubiera imaginado. Ese era yo. Me preguntaba si era parecido al sujeto que me soñaba. También de dónde venía la luz que iluminaba la habitación. Vestía calzoncillos y calcetines, me ruboricé, me cubrí con la sábana del camastro. Estaba solo, sí, pero a plena vista de aquel que me soñaba. La habitación me daba para dos pasos laterales y tres longitudinales, incluso la pared que se plegó en un punto me impedía avanzar, más de un modo conceptual que físico: por más que cogía impulso hacia ella no logré que mis piernas dieran un cuarto paso en esa dirección, no pude descubrir qué hubiera sido de mí en esa infinitud carente de formas (pues ni el punto guardó respeto a la suya, tan lejano que era indistinguible del aire que respiraba, si es que eso de respirar, realmente, era cosa mía).

Luego la luz se extinguió. Comprobé que sin ella tampoco había materia, mis manos me atravesaban el torso y ni notaba la fricción del aire en la yema de los dedos, me di un puntapié y noté que no había ya ni punta ni pie, poco más que la intención de autolesionarme por mera curiosidad, me difuminaba y me embargó la tristeza por el tiempo malgastado, toda una vida de ser soñado desperdiciada en un zulo en medio del vacío, vaya sueño, sentía la necesidad de disculparme por haberlo convertido en pesadilla, de emerger, de nuevo, traspasar indemne la fase REM, acompañar al soñador y ver todo eso que sé que existe, el día, las calles y el tráfico y la gente y el bullicio y el café y los niños y los pájaros y todas esas cosas que sin haberlas visto sé que son, aunque no para mí.

Lo curioso, lo que vine a contar, es que he sobrevivido. No del modo que hubiera esperado. El durmiente despertó y me recordaba, tomó unas notas en un cuaderno y después escribió este relato en su ordenador.

Ahora estoy condenado a revivir el sueño cada vez que alguien lee esto. Por favor, no lo difundas.