En cualquier momento
María Oñoro
—Buenos días; vayan pasando, por favor, al final hay sitio. No bloqueen el pasillo.
—¡Ay, bonita!, es que me gusta tanto sentarme cerca de ti…
—Doña Margarita: sabe que no siempre es posible. —Cierro las puertas y continúo el trayecto hacia la siguiente parada.
Recorro esta línea desde hace tres años en horario matutino. Salvo excepciones, suelo coincidir con los mismos pasajeros: doña Margarita, que acostumbra a sentarse detrás de mí y a contarme su vida repleta de anécdotas; Pedro, que, aunque parco en palabras, todos los días me saluda con amabilidad cuando sube (imagino que le gustan los juegos de rol por las camisetas que luce); Felipe, que me tira los trastos, a pesar de que sabe que me caso en dos meses. Además, siempre suben pasajeros ocasionales; algunos maleducados pasan sin dar los buenos días, pero son los menos.
Con esta rutina, mientras conduzco, me sumerjo en mis conflictos interiores que, desde hace tiempo, me quitan tanto el sueño como el buen humor.
—Perdone, ¿para llegar al Instituto San Isidro? —Me saca de mis elucubraciones una atractiva mulata, que lleva una camiseta con el dibujo de una elfa llamada Velvet.
—No te preocupes, te aviso.
Pero me olvido de ella al instante: la sombra de mi novio se instala en mi frente como una calcomanía; Félix, Félix, Félix, es como un martillo pilón que me golpea el cerebro constantemente. Lleva semanas mohíno, esquivo, ausente; intento que me ayude a buscar el restaurante, a ultimar la lista de invitados; sin embargo, me da largas: “Todavía hay tiempo, ¡no seas pesada!”. ¿Pesada?¡No queda nada para la boda!
—¡Oiga, apreté el botón y se ha pasado! —me increpa un viajero.
—¡Perdone!, me he despistado. —Me disculpo y me maldigo por mi falta de profesionalismo. Detengo el vehículo con brusquedad para que baje fuera de la parada (sé que no puedo, pero no quiero que el señor me siga gritando). Espero que pase pronto esta jornada: hoy no tengo el día.
—¿Mal de amores, niña? —Doña Margarita me roza con suavidad el hombro, mientras me pregunta con ternura.
—No se preocupe, estoy bien. —La señora no insiste, y yo se lo agradezco. Ya nos conocemos.
Prefiero no hablar y concentrarme en mi trabajo; no quiero seguir obsesionada con Félix. Con un nudo en la garganta y con una lágrima que lucha por salir, me planto las gafas de sol para disimular, y me aferro al volante.
Pero ¡un momento! Ese coche de delante… el que se acaba de saltar el semáforo, el que me ha obligado a pisar el freno a fondo, ¡lo conozco!: es el suyo, pero ¿qué hace por aquí a estas horas?, si trabaja en el otro extremo de la ciudad.
—¡Conductora! ¡Pare!
Ahora sí que me da igual que me griten o que me increpen: no voy a detener el autobús hasta que averigüe a dónde se dirige. Sube por la calle Toledo, y gira en Colegiata.
—¡Oiga, oiga!, ¡que se pasa el final de la línea! Pero ¿a dónde va?, ¿está loca? ¡Déjenos bajar!
Tirso de Molina, María Magdalena; atravesamos Atocha. Por fin, se detiene en la calle Téllez delante de un portal; baja del coche, abre la puerta del acompañante. Me detengo a treinta metros de ellos y aprovecho para abrir las puertas del autobús; ignoro los gritos e insultos de los perplejos pasajeros. Todo me resulta indiferente: mi mundo acaba de derrumbarse cuando Félix la besa y, juntos, desaparecen dentro del inmueble.
—¡Se te va a caer el pelo, loca de los cojones!, ¡te voy a denunciar! —vocifera un viajero, de los pocos que aún quedan a bordo.
Incapaz de reaccionar, estoy en estado de shock mirando al frente. Solo veo la imagen de mi novio besando a otra, con naturalidad, con despreocupación, como si lo hiciera a diario… ¿lo hará a diario? ¿Y yo? ¿¡Yo, qué!?
—Niña, niña. —La voz de doña Margarita me saca del pozo oscuro y profundo en el que me he hundido—. Venga, querida, arranca este mamotreto: me bajo en Latina.
Me seco los ojos, me sueno los mocos; la miro, y sus ojos comprensivos, colmados de experiencia me recomponen.
—De acuerdo, doña Margarita. Siéntese junto a mí.