El yanqui y el fernet

Silvina Brizuela

Verano, sábado a la mañana. Camino sonámbulo por la costanera del río, sorteando los corredores tempraneros y a los turistas que empiezan a llegar con sus sombrillas enormes y con sus heladeras llenas. Acá, el que no madruga pierde su lugar, y estar lejos del agua en este calorcito cordobés puede arruinarle el día a cualquiera.

A mi lado, el río se escucha bravo, caudaloso, ruidoso. Lo miro, y me río igual de ruidoso al acordarme de anoche, otra noche que aún no termina, pues he andado vagando por horas, sin dormir, excedido de merca y de porros. ¿¡Cuándo podré liberarme de este vicio maldito!? Debería hacerlo, y pronto, pues no puedo llegar otra vez al Instituto en estado deplorable. Sé que mis alumnos ya me han visto perdido y puesto por ahí, pero ¿los directivos? En cualquier momento me echan por drogón. Varias veces me quedé dormido sobre el piano mientras esperaba a mis alumnos, y la secretaria me ha tenido que sacudir para despertarme. ¡Qué vergüenza! 

¡Pero anoche la he pasado tan bien! ¡Me he cagado tanto de risa! Juro que nunca olvidaré la cara de ese gringuito, cuando le di de tomar fernet, así como me gusta a mí, a lo macho, mitad de vaso de fernet y mitad de coca. Poco hielo, así se toma esta bebida, y que nadie me discuta. 

Todo empezó cuando ayer, después de clases, me senté tranquilo en el bar de siempre, frente a la plaza Independencia, fumando mi porrito, tomando mi fernet, mirando la gente pasar. Sin tiempo, sin apuro, sin joder a nadie, cuando lo distinguí venir medio en bolas al yanqui este. De lejos se notaba que andaba perdido como petiso en desfile. Le calculé unos veintitantos años; caminaba tambaleándose con una mochila enorme colgando de su espalda, mirando la numeración de las casas. Escuché que preguntaba al mozo, en un malísimo español, dónde quedaba la calle “Queitemerquei”. El mozo lo miró como bicho raro, llamó a otro, y entre los dos no entendieron nunca la pregunta. 

Después de un rato, le hice señas al gringo, que ya se veía desesperanzado. Con mi mejor inglés tarzanesco, le ofrecí sentarse y un porro, que aceptó con resquemor. Me contó que andaba buscando un alojamiento de la calle “Queitemerquei”, que venía bajando a dedo de las sierras porque en el camino le habían robado el celular, su dinero y los documentos. Yo ya venía bastante pasadito de copas, pero tuve la delicadeza de ofrecerle algo de comer y de tomar. El aceptó, muerto de hambre, unas papas fritas y una milanesa, que devoró en poco tiempo. 

—Esto tenés que tomar, amigo —le ofrecí cuando terminó de comer—: es la bebida cordobesa por excelencia.

—Gracias, no tomar alcohol —me dijo el Culiao, que a esa altura lo veía borroso por los previos ocho fernets (calculo) que ya me había tomado. 

—Dale, chango, probá, te va a gustar —le reclamé mientras le ponía el vaso en su cara. 

El changuito le dio un buen sorbo, más por agradecimiento que por deseo, y al instante su cara se transfiguró de repugnancia. A mí me dio un ataque de risa imparable. “Dale, tomá”, le insistí varias veces, y el pobre yanqui le entraba y le entraba, cada vez con menos asco. 

Como a las tres de la mañana, pagué la cuenta y nos fuimos. Tuve que arrastrar al chango casi todo el camino hasta la calle Catamarca. En el trayecto, nos caímos varias veces; el peso de su mochila nos jugaba en contra. Finalmente, llegamos a la hostería que buscaba, y ahí lo dejé, tirado en la vereda, esperando que alguien le abriera. Ah, sí, no hay duda de que la pasé bien con el yanqui y con el fernet.